Hace un par de días, cuando caminaba de vuelta a casa, vi que habían colocado un asta, todavía sin bandera, frente a la catedral de la ciudad en la que vivo. Al principio pensé que se trataba de una farola o algún tipo de aparato moderno de iluminación, pero de las farolas no cuelgan cuerdas, de las astas sí: para elevar las banderas o para dejarlas, precisamente, a media asta en señal de duelo o de luto oficial. Desconozco si se trata de algún tipo de instalación o intervención con pretensiones artísticas, no sería la primera vez. Las personas que se llaman a sí mismas artistas denominan a tales intervenciones «performances» y a las calles por las que caminamos «paisaje urbano». Desconocía, por tanto, si se trataba de «una performance en el paisaje urbano» o «una intervención con mensaje en el paisaje urbano». La bolsa de plástico del artista videoaficionado de la película American Beauty ha hecho mucho daño a la exigencia técnica, uno nunca sabe si está ante un tubo de metal o ante una obra de arte.
Recuerdo que pensé que el mundo debería vivir siempre con las banderas a media asta, dudo mucho de que ninguno tengamos nada que celebrar, también que pensé en utilizar la metáfora en algún poema, algo así como: te miré con el alma a media asta; o: desde que te marchaste soy el asta sin bandera de un país que ya no existe; o, más folclórico, por qué no: ¿de quién serán las manos que subieron la bandera de la felicidad que hoy te ondea la cara?
Comencé a dejarme llevar por una paronomasia desordenada y a poner haches, bes, ces, ges, erres, eles, uves o pes a la palabra: basta, hasta, casta, pasta, rasta, gasta, lasta, vasta, fasta. Y comencé a sentir que cada una de las letras que le ponía a la palabra era una bandera que le cambiaba el significado.
Y, recuerdo que inventé, cómo no, un chiste absurdo: diez heridos por asta de toro al caerse una bandera española.