Traducción de un poema de Rilke de su libro «Nuevos poemas»: Orfeo. Eurídice. Hermes.

Son muchas las alegrías que me ha dado esta página en los últimos tiempos, entre ellas, dos futuras traducciones de Rilke y estudios sobre su obra que verán la luz de las páginas impresas; no importa cuándo, lo seguro es que lo harán y lo harán de manos de editores cuidadosos.

Hojeando las obras completas de Rilke encontré este poema «Orfeo. Eurídice. Hermes» que me emocionó hasta lo más profundo; la última vez que había sentido algo similar fue  viendo atardecer en Florencia hace unos meses en compañía de la mujer que amo.  Rilke es capaz de concentrar en un solo poema las tres perspectivas del mismo final del mito de Orfeo y Eurídice, y dibujar a la perfección la gran soledad que comparten los tres protagonistas y a la que se ven abocados, cada uno por su parte, al término del poema.

Para devolverle tantas alegrías y proyectos y personas increíbles que he encontrado escribiendo en esta página, dejo aquí la traducción que he tratado de realizar durante las tres últimas noches, no ha sido una tarea sencilla porque es imposible traducir lo que hace sentir el alemán de Rilke. Llevaba mucho tiempo sin publicar nada y considero que es una buena forma de regresar, si es que se regresa a las palabras por escribir.

Orfeo. Eurídice. Hermes.

Aquella era la mina prodigiosa de las almas.
Caminaban cual vetas de plata silenciosas,
como venas que cruzan su oscuridad. Entre raíces
brotó la sangre que se derramaba hasta alcanzar los hombres
y que en la oscuridad parecía ser densa como el pórfido.
No hubo nada más rojo.

Había rocas
y bosques desprovistos de criaturas. Puentes tendidos a la nada
y aquella inmensa laguna gris y ciega
colgando sobre su lejano fondo
como un cielo de lluvia ante el paisaje.
Y entre los suaves pastizales magnánimos
apareció el sendero pálido del único camino,
tendido como una lividez extensa.

Y ellos recorrieron ese único camino.

Delante el hombre enjuto de la capa azul,
que, mudo e intranquilo, miraba frente a él.
Sus pasos devoraban a grandes dentelladas
el camino; las manos le colgaban
pesadas y cerradas por el caer de las arrugas,
y ya se habían olvidado de la ligera lira,
que en la mano izquierda le hubo crecido un día
cual rosal sarmentoso en la rama del olivo.

Y estaban divididos sus sentidos:
de modo que iba su vista por delante como un perro,
se giraba, volvía y se alejaba una y otra vez
y lo aguardaba quieto en la siguiente corvadura;
mientras su oído permanecía atrás como un olfato.
Tenía la sensación en ocasiones
de percibir el cambio en el paso de aquellos otros dos
que debían seguirlo durante aquel ascenso.
Entonces solo oía el ruido de sus propios pasos
y el vuelo de su capa al viento tras de sí.
Ellos vendrán detrás, se decía a sí mismo;
lo pronunció en voz alta y escuchó su propio eco.
Seguro que vendrán, será que son
dos que caminan harto sigilosos. Si él pudiera
tan solo una vez darse la vuelta (si el mirar atrás
no destruyera por entero esta empresa,
que primero tenía que cumplirse), sería capaz de ver
cómo los dos callados lo siguen en silencio:

Al dios del tránsito y del mensaje traído desde lejos,
los ojos claros bajo el casco alado,
portando su fino bastón por delante del cuerpo
y sus alas batiendo en los tobillos;
y agarrada de su mano izquierda: a ella.

La amada-de-tal-forma que de una sola lira
arrancó más lamento que cualquier plañidera;
que provino de un mundo de lamento en el cual
todo existía por primera vez: el bosque y la vaguada
y el camino y el lugar, campo y río y animal;
y en torno a ese mundo de lamento, igual que en torno
a la otra tierra pasa un sol y un silencioso cielo cargado de estrellas,
un cielo de lamento de estrellas deformadas…:
la amada-de-tal-forma.

Pero se acercó a aquella mano que el dios le tendía
con paso entorpecido por las largas vendas de su cadáver,
insegura, dulce y sin impaciencia.
Ella estaba en sí misma, como una dama de mayor esperanza,
y no se acordaba del hombre que marchaba delante,
ni del camino que ascendía a la vida.

Ella estaba en sí misma. Y su estar muerta
la colmaba cual plétora.
Como un fruto por la dulzura y la oscuridad
así estaba ella plena de su inmensa muerte,
que era tan nueva que ella no la notaba nada.

Se encontraba en una nueva femineidad
y era intocable; tenía cerrado el sexo
como una joven flor al caer de la tarde,
y de tal forma sus manos se habían desacostumbrado
al matrimonio que hasta el leve roce
de la mano del dios que la guiaba, inmensamente sigiloso,
la irritaba como un exceso de confianza.

Ya no era aquella mujer rubia,
que a veces resonaba en las canciones del poeta,
ya no era la isla y el aroma de una inmensa cama
ni de aquel hombre era ya más la propiedad.

Ya estaba suelta como una melena
y entregada cual lluvia que ha caído
y repartida como acopio céntuplo.

Ya era raíz.

Y cuando repentino
el dios la hizo detenerse y con la voz
rota por el dolor le dijo: Él se ha dado la vuelta…,
ella no comprendía nada y le preguntó en voz baja: ¿Quién?

Pero a lo lejos, oscuro ante la luz de la salida,
había alguien de pie cuyo semblante
no podía reconocerse. Miraba allí parado
cómo por el sendero de una de las praderas
el dios mensajero daba la vuelta,
con la mirada triste y en silencio,
siguiendo a la figura que ya el mismo camino desandaba
con paso entorpecido por las largas vendas de su cadáver,
insegura, dulce y sin impaciencia.

Rainer Maria Rilke, Nuevos poemas
(traducción de un servidor)

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