El estudiante solitario

Aquel día a séptima hora todos faltaron a clase. El mundo entero era un aula vacía. Faltaba poco para que dieran las dos de la tarde, yo iba de camino a casa. Un grupo de jóvenes estudiantes, de unos trece o catorce o, quizá, quince años venía de una panadería cercana. Los delataban los bollos y los refrescos que iban tomando de camino de vuelta a clase; esto último lo deduje porque no llevaban ni los abrigos puestos ni las mochilas al hombro y era un día de diario, un martes o un miércoles cualquiera y una mañana más de lluvia que daba paso a un día de sol, un día de finales de invierno. El grupo, de unos cinco o seis estudiantes, se encontró por el camino y en sentido contrario con otro estudiante que venía con el abrigo puesto y la mochila al hombro. El grupo se detuvo a saludar al estudiante solitario. Alguien dijo que en diez minutos empezaba la séptima hora, y el estudiante solitario respondió que ya lo sabía y que qué pasaba, y disimuló una carcajada, una carcajada que buscaba la aprobación del grupo y que la encontró. Yo también sonreí, porque había sido parte del grupo y el estudiante solitario más de una vez en la vida. Al mismo tiempo sentí una profunda lástima al ver la escena y supe que iba a escribir este relato en algún momento. Entonces fue cuando me pregunté si los que faltaban a clase no eran todos ellos al dejar que el estudiante solitario se marchara a casa, satisfecho de su broma. ¿Qué hubiera pasado si nadie se hubiera reído? Imaginé el asiento vacío del estudiante solitario en la clase a séptima hora, la cruz con la falta de asistencia junto a su nombre en el parte de incidencias del profesor. Imaginé la parte de la nota que había perdido aquel día y, algo peor, lo fácil que iba a ser suspenderlo a él después en las demás asignaturas, porque cuando se falta a una clase sin justificar, se comienzan a faltar a todas las demás, se falte o no se falte. Me pregunté si el estudiante solitario sabía lo que sus compañeros pensaban de él mientras se alejaba de ellos con cierta satisfacción, si sabía todo lo que había perdido de sí mismo con aquella carcajada, si sabía la de cumpleaños que se iba a perder, los planes que iba a hacer el resto sin que él jamás lo supiera. Pensé en esa oscuridad llamada mala fama que lo acompañaría el resto de los años. Pensé en que, por ejemplo, ya nadie se fiaría de él si un día le pidiera a un compañero dinero para un refresco o los apuntes para fotocopiarlos antes de un examen. Pensé en que el conductor del autobús lo vería subir al autobús de línea todavía vacío y pensaría que sus hijos, que iban a la misma clase en el mismo instituto, tenían clase hasta octava. Imaginé al conductor diciéndole a sus hijos que no le gustaba que fueran con ese chico, que no era de fiar. Pensé en la vecina con la que se cruzaría en el portal y que era amiga de su profesora de matemáticas y que lo mencionaría cuando se tomasen el próximo café.

Me pregunté qué ocurriría si, veinte años después, el estudiante solitario fuera un escritor en un país extranjero y viera la misma escena y fuera él quien escribiera este relato. Comenzaría así: «Aquel día a séptima hora todos faltaron a clase. El mundo entero era un aula vacía».