París, 17 de febrero de 1903

La del título es la fecha de la primera carta que Rilke le envió a Franz Xaver Kappus. Se trata de una contestación en la que Rilke insta al joven Kappus a que deje de preguntar a los demás si sus poemas son buenos, que deje de mandarlos a revistas en busca de un veredicto, que deje de vivir hacia afuera y que retome el camino de la soledad interior, el camino a sí mismo y al origen de su escritura, que se pregunte en la hora más silenciosa de sus noches si podría seguir viviendo si se le prohibiera escribir. Si la respuesta era afirmativa, entonces tendría que construir una vida en torno a esa necesidad, desde las raíces que, hundidas en el corazón, habían originado aquella respuesta afirmativa.

He pensado muchas veces en las palabras de Rilke de aquel 17 de febrero de 1903, no como Kappus, sino desde el punto de vista del que las puso por escrito, como si lo que naciera de la soledad, dejaba escrito Rilke, fuera valioso por sí mismo, más allá de los juicios o los criterios de nadie, de nadie que no fuera el depositario de esa soledad que se reafirmaba en el acto de expresión, como si el acto expresivo no fuera sino un retorno, una revisión, una reaparición. No se trata del todo vale, sino de todo lo contrario: solo vale lo que vale para uno mismo.

¿Qué le impulsaría a Rilke a escribir aquel consejo demoledor? En la misma carta dice que toda aproximación crítica a una obra de arte deriva en malentendidos y que las cosas no son tan comprensibles ni decibles como se nos quiere hacer creer y que la mayoría de cosas que acontecen lo hacen en un espacio en el que nunca han entrado las palabras. Lo más inexpresable para Rilke eran, por tanto, las obras de arte: la creencia propia en algún tipo de belleza.

¿Cuál es ese lugar en el que no han entrado las palabras?

De seguir los consejos de Rilke, tendría que escribir sobre los objetos o los lugares en los que encuentro una belleza propia, como en los sobres abiertos que guardo de todas las cartas que me envían escritas a mano, como en los árboles talados o en los charcos de las calles, como en los tarros de miel seca, como en los patos que duermen al raso con el cuello girado, como en las flores secas dentro de un libro, como en los botes de perfume de alguien que ya ha muerto, como las hojas de un calendario viejo de Klimt que enmarqué para adornar las paredes de una casa en la que vivía solo, como el azul de los tejados de mi infancia, como el frágil escalofrío que siento al ver alineados los objetivos de una cámara de fotos, como el sonido de los coches calle abajo, como recordar las palabras de Rilke.

¿Cuál es ese lugar en el que no han entrado las palabras?

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