A veces me da por recordar personajes pequeños, como la mujer del boticario Chernomordik del cuento de Chéjov, que miraba el amanecer sin poder conciliar el sueño y los quince kopeks de pastillas de menta que le quiso pedir Obtesov, el joven pretendiente de la historia, por segunda vez; los que hayan leído el cuento sabrán que, sin embargo, esa aciaga segunda vez salió a atender el marido en lugar de ella y la valentía de Obtesov no se vio correspondida, ni lo será jamás. ¿Qué hubiera ocurrido si el marido no llega a despertarse y la mujer de Chernomordik hubiera bajado por segunda vez a atenderlo? ¿Cómo hubiera terminado la historia?
El final de Chéjov es tan trágico como inmejorable: Obtesov tira, a pocos metros de la botica, las pastillas de menta al suelo y la mujer de Chernomordik contempla la escena desde la ventana; el marido, antes de volver a dormirse, le dice que se ha dejado los quince kopeks olvidados encima de la mesa y que los guarde luego en un cajón.
Chéjov no continuó la historia, así quiso dejarla; yo querría que la mujer del boticario bajara de nuevo hasta el mostrador de la botica, poco antes del amanecer, y guardase los quince kópeks en el cajón y luego abriera un frasco de pastillas de menta y se llevara una de ellas a la boca y la saboreara despacio y conciliara el sueño gracias al sabor de la menta aquella mañana y el resto de las noches, y que Chernomordik le preguntara por qué tomaba siempre una pastilla de menta para dormir. O, al menos, que Obtesov hubiera tirado las pastillas de menta, pero que hubiera visto a la mujer del boticario asomada a la ventana, y se hubiera vuelto a agachar a recoger una de ellas y se la mostrara desde la calle, para luego guardársela en un bolsillo cerca del corazón.
Siempre que tomo un caramelo de menta me acuerdo de la mujer del boticario Chernomordik y de los quince kopeks.