El aguacero

Si puedo, suelo evitar tomar el transporte público para distancias de menos de diez o doce kilómetros y caminar, ir a pie, pues pasé los mejores años de mi juventud, mis años de estudiante universitario, encerrado en un tren de cercanías en hora punta sin encontrar asiento y rodeado de ávidos lectores de diarios gratuitos y sudokeros experimentados, en autobuses interurbanos atestados de gente, en vagones de metro en los que ya no cabía un alfiler o esperando autobuses de línea que siempre llegaban antes de tiempo o demasiado tarde. No tengo nada en contra del transporte público, de hecho, me parece la manera más racional de acudir a los sitios y de proteger la calidad del aire que se respira; pero, si puedo evitármelo, me lo evito y prefiero la antelación y la caminata, antes que tomar el autobús o cualquier otro medio de transporte, colectivo o no.

El otro día tuve que dar mi brazo a torcer a la salida del trabajo, llovía y llovía y parecía no querer descampar nunca. Pensaba en el lugar exacto en el que había dejado mi paraguas la última vez, elegante como un bastón, apoyado en el quicio de la puerta. Allí podía estar. Era calarme hasta los huesos o tomar el autobús de línea más cercano hasta el centro de la ciudad. Todo esto no tiene la mayor importancia para lo que quería contar, sin embargo, la lluvia fue la causa eficiente de una de las más grandes lecciones que me han dado en la vida.

En el autobús había un grupo de niños que parecía regresar de la escuela, no tendrían más de siete u ocho años, cargaban con mochilas enormes y llevaban chubasqueros de colores llamativos. Me dirigí al final del autobús, donde hay un pequeño espacio para quedarse de pie frente a la segunda puerta, allí escuché como un grupo de mujeres que parecían ser amigas, se entretenía haciéndoles preguntas a los niños durante el trayecto. La algarabía hizo que me olvidara por un momento del aguacero. Llegó el turno de la consabida pregunta de qué querían ser de mayor. Las respuestas fueron de lo más variopinto: futbolista, cantante, bombero, astronauta, ingeniero de minas -dijo un niño muy serio- como mi papá; hasta que hubo una respuesta que me dejó emocionado y perplejo: una de las niñas dijo que quería ser panadera. Se hizo un hermoso silencio en el autobús, como el que se hace cuando se observa a un pintor trabajar sobre un lienzo. Su sueño era ser panadera porque, según ella, los panaderos eran felices ya que hacían el pan con las manos, se podían manchar la ropa y luego los demás se comían el pan que ellos habían hecho.

Aquella explicación nos dejó pensando a los adultos, se oyó a la conductora decir «bravo» a lo lejos, una de las mujeres trató de disimular que se le caían las lágrimas. ¿Qué habíamos hecho con nuestras vidas? Cuando bajé del autobús seguía lloviendo, pero parecía llover menos. Nunca lo olvidaré.

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