Mostrar las cicatrices

De las ciudades, incluso de los países o de lo que la sociología llama conjunto de la sociedad de un territorio, solo me interesan las cicatrices. Quizá porque el país del que provengo nunca ha sabido qué hacer con ellas y siento un extraño orgullo cada vez que me dan una lección, como si aprendiera algo más allá de los límites, más allá de los terrenos vedados a la utilidad práctica, al revanchismo, al constructo de una identidad inamovible o el número de votos, la verdadera mercancía legitimadora de nuestros días, si se es algo, es «los votantes de» en plural y con artículo determinado, como si se tratara de un nicho de mercado cualquiera. Hay más dignidad en la asunción de los errores y su enmienda que en la conmemoración de cualquier victoria. Creo que, como sociedad, el mayor logro al que se puede aspirar es al del reconocimiento de un error y a la celebración de su enmienda, ¿qué otra cosa es la libertad?

Es extraña la sensación de salir, por ejemplo, de una exposición pública y gratuita como La topografía del terror en Berlín, golpeado sin paliativos por la franqueza y la frialdad documentales, de caminar junto a los restos del muro arrancado, y de sentir que la idea de la Unión Europea tiene sentido; o, simplemente, enorgullece, no solo al poco o mucho germanista que haya en mí, sino al lector de libros sin los que yo no sería yo, salir del hotel en el que te alojas y encontrarte a pocos metros con una placa que recuerda al autor Alfred Döblin y la quema de libros, entre los que se encontraba su grandiosa novela Berlin, Alexanderplatz.

No son simples placas, son cicatrices que te hacen sentir orgulloso de la sociedad que las muestra. No entiendo a qué se refiere Marta Sánchez cuando dice en el supuesto himno español «y no pido perdón». ¿A quién y por qué? Más valdría pedirlo, por si acaso.

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