La prosa de Joseph Roth es de una hermosura tan inconcebible que es inútil tratar de definirla, solo me he sentido así ante algunos pasajes, traducidos, de Memorias del subsuelo de Dostoievski, leyendo los últimos párrafos de El Quijote después de leer lo que pensaba Borges sobre El Quijote, o, quizá y de forma puntualísima, en la explicación de lo que sentía un personaje de un relato de Stefan Zweig.
Regresé a ella esta semana porque en uno de los anticuarios de la ciudad en la que vivo habían dejado un ejemplar de Die Kapuzinergruft (La cripta de los capuchinos) abandonado en uno de los expositores de la calle. El ejemplar era una reedición en tapa dura de la colección clásicos de la literatura de la editorial Anaconda y que cuentan con el desprestigio académico de no traer siquiera un índice de los capítulos y de adaptar la grafía a la normativa actual: un absoluto sacrilegio filológico. Por si fuera poco, la lluvia de los últimos días había humedecido algo las páginas y empeorado el hipotético estado de perfección en el que se tienen que vender los libros. Así que el librero le puso una pegatina al ejemplar con su nuevo precio de venta, dos euros, y lo dejó en el expositor al lado de los cedés de música, las guías turísticas y los llaveros.
Pensé en lo que hubiera pensado Joseph Roth al ver aquel ejemplar rebajado, expatriado de los estantes o de los expositores giratorios, sin funda, húmedo, abandonado entre cedés de música y textos turísticos, con la tapa doblada por un descuido o algún golpe desaprensivo. Como comenzaba a llover en aquel momento, no tuve ni siquiera que entrar en el anticuario para comprarlo, el librero se dispuso a resguardar el expositor y yo le di los dos euros que costaba el ejemplar. Es una continuación, me advirtió, le dije que lo sabía, que conocía La marcha Radetzky y a la familia Trotta; incluso el librero, pensé, va a agraviarlo hasta el último momento.