Sigo con interés el nauseabundo caso al que los medios han apodado de «La Manada», en el que una joven madrileña de 18 años, desconozco si recién cumplidos o no, fue, presuntamente -el adverbio es tan necesario como doloroso hasta que termine el juicio, me limito a escribirlo como aposición explicativa-, violada durante los sanfermines de 2016 en un portal de Pamplona por cinco hombres, si es que tales sujetos se merecen ese apelativo. Cuando no comprendo algo suelo hacerme preguntas, eso procuro, aunque en casos como este la reacción natural es la de estar ante la putrefacción moral más miserable y ruin. No comprendía, en mi inmenso desconocimiento de los procesos judiciales, por qué se había admitido como prueba durante el juicio el informe de un detective privado que había seguido el rastro de la víctima en internet de los días posteriores a los hechos.
Los medios se han encargado de propagar una idea errónea sobre el procedimiento judicial y, con tal simplificación, han dado pie a las protestas de grupos feministas a lo largo del fin de semana, que, en mi opinión, hace ya tiempo que tendrían que haber declarado una huelga general permanente, de mujeres y de hombres, hasta que se equiparasen los salarios en el mundo. Sé que no solo protestan por esta decisión, sino que ha sido una gota más de las que llevan colmando el vaso de la injusticia desde tiempos inmemoriales y que es el vaso más colmado de la historia de la humanidad. Ya vale.
Lo primero que me sorprendió es que se juzgara el comportamiento de una víctima tras una violación, como si fuera predecible o hubiera un código normativo que lo regulara. Sería tan absurdo como pedirle a alguien que demostrara que estuviera triste después de que le hayan dado una paliza o que no volviera a colgar una foto sonriente en Facebook a quien le hayan robado la casa o el coche durante los próximos meses, de hecho, es más absurdo todavía porque se trata de la integridad física más íntima y mis ejemplos no son siquiera equiparables. Son solo símiles con los que trato de demostrar lo descabellado de la absurdidad.
Lo cierto, esto lo he sabido tras haber hablado con amigos abogados (un hombre y una mujer) y después de haberme informado con paciencia en diversas publicaciones, es que se admite a prueba por garantías en el procedimiento y para que, cuando haya una sentencia firme, no se pueda recurrir tan fácilmente a instancias superiores, lo cual prolongaría el proceso y la consabida indignación social, además por una diferencia en las cifras de indemnización a la víctima, el fiscal pide 100.000 euros de indemnización y la acusación 250.000. Me parece poco dinero, en cualquier caso, para un daño psicológico vitalicio. Esta explicación me dejó más tranquilo, de hecho, es el juez quien dictará luego si lo presentado tiene relevancia o no la tiene. La noticia se ha entendido, sin embargo, como un apoyo a la defensa por parte de la justicia, lo cual no es cierto en ningún caso.
Si he aprendido algo de la conversación con estos amigos es que demostrar la verdad es un asunto complicadísimo y que todo juicio parecerá injusto desde el punto de vista emocional. Pero que cinco tipos abusaran de una joven en un portal, alardearan de ello en el momento llegando incluso a grabarlo en vídeo con sus teléfonos, le robaran el móvil al terminar y se deshicieran de la tarjeta para dejarla incomunicada, me parece que es un síntoma de lo enferma que está la sociedad actual, por no hablar de la supuesta detective que investigó a la víctima. Aceptar un encargo así es como aceptar limpiar la sangre de la escena de un crimen o conducir el coche a las afueras de la ciudad, sabiendo que hay un cadáver en el maletero; en este caso los ejemplos sí me parecen acertados.