Hace unos tres años escribía en un relato la siguiente frase o el siguiente pensamiento con forma de frase: «No elegimos lo que nos sucede, así que tampoco elegimos lo que recordamos». Quería decir con ello que, en muchísimas ocasiones, el destino es impredecible, y el muro cano -guilleniano- nos termina por imponer no solo su ley, sino también su accidente. Ello no quiere decir que lo que nos sucede no tenga explicación o que su origen sea desconocido, sino que tras ser zarandeados por la fatalidad, uno de los sinónimos de la palabra destino, terminamos como esos árboles arrancados y con las raíces bocarriba tras el paso de una tormenta o hendidos por el rayo machadiano, y no podemos volver a ser las mismas personas porque es imposible, porque las cicatrices que dejan esos golpes en la vida, tan fuertes y vallejianos, como del odio de Dios -¡vaya verso!-, no dejan de terminar, como una cicatriz que se extendiera más allá del cuerpo y lo fuera ocupando todo como una enredadera de tristeza.
Uno de los errores más terribles de nuestra época es exigirle al pasado que no sea como fue, juzgarlo y someterlo a una exigencia prototípica que se ajuste a la concepción del presente, como si el pasado pudiera ser de otra manera a la que fue, como si lo ocurrido no debiera haber ocurrido y, al haber ocurrido, nos dislocara.
No existe democracia, ni existirá ninguna que pueda llevar ese nombre, que no provenga de la más absoluta de las barbaries o de la atrocidad más desconcertante; eso no la hace peor, al contrario, toda asunción del pasado es un indicio de garantía, una oportunidad de redención. La grandeza de una democracia o de una persona, a la única a la que puede aspirar más allá de garantizar la paz entre los hombres o con uno mismo, se mide por el tamaño de la vergüenza que ha sido capaz de asumir y condenar. La mayor grandeza que puede pretender la democracia, que es la metáfora de un individuo colectivo, es la asunción de los errores del pasado y su continua enmienda, una enmienda que es el presente, el presente de cualquier Estado, como diría Ortega y Gasset, es siempre algo por hacer, un lapso siempre perfectible, una oportunidad. Es evidente que las cosas que sucedieron, sucedieron por una causa y toda causa eficiente termina por desenmascarar y señalar a los culpables de la comisión de injusticias. Si hubo víctimas y hubo verdugos, es gracias a que existe una democracia que es capaz de denotarlos y de definirlos como tercera instancia, de otro modo su naturaleza se mantendría imperturbable y oculta en la invisibilidad de lo que no se quiere dar a conocer, la justicia solo puede impartirla una instancia temporal externa, la identidad de un nuevo tiempo que asume al anterior y lo integra. La democracia no es solo un juez del pasado, es el reo que asume la condena y también la víctima que ve restituida su dignidad. La dignidad de las víctimas jamás se contrapone a la abyección del verdugo mediante el acto de justicia que supone la asunción y condena de una injusticia, pues aunque víctimas y verdugos coexistan en la eternidad del acto injusto, violento o represivo, el hecho de asumirlas y condenarlas, restituye la dignidad de ambas partes y las empodera a ambas, pues aunque no los reconcilie, los instaura en una realidad inapelable: la verdad. La verdad es el mejor punto de partida para cualquier cosa, porque la verdad, por mucho que se intente, no puede inventarse, sino constatarse. Hay quien confunde la memoria con la venganza y quien busca en la Historia, con mayúscula, una historia a su medida para justificar nuevas injusticias.
Basta con hacer visible la injusticia, nombrarla y que sirva de señal de advertencia a las generaciones venideras. Explicar las causas eficientes de una injusticia, comprenderlas, asumirlas y condenarlas para hacerlas visibles no es justificarlas, es todo lo contrario, es demostrar que deberíamos ser capaces de aprender de los errores del pasado y de no dejar que vuelvan a suceder. La mayor indignidad e injusticia con las víctimas de cualquier represión o acto violento de cualquier índole no es el olvido, sino la indiferencia, la invisibilidad, la irrealidad a la que se somete lo que no existe. El que tenga oídos, que oiga.
La causa eficiente se busca y, si no se encuentra, se inventa (por ejemplo, la batalla de Covadonga nunca tuvo lugar; menos la épica resistencia -hasta el rechazo- de ¡¡30 godos asturianos frente a 187.000 musulmanes!!). Hay quien ni siquiera busca esa causa: la inventan directamente, como así hacen los nacionalismos mas delirantes y horteras (la historia de Cataluña contada por el soberanismo es un ejemplo contrastable). El lenguaje y la práctica políticos, asesorados por la más abyecta sociología, han creado ese engendro que se llama «postverdad» cuando, en realidad, debería llamarse «pre-mentira»; o, lo que es lo miso, mentir con antelación a sabiendas (prevaricación) de que se está mintiendo porque a ambos los protegerá ese perverso escudo desde todo punto indigno de ser blandido. La verdad, hoy, sigue siendo una utopía. Sólo la literatura miente con dignidad para revelarnos nuestras ocultas certezas. La literatura es, esencialmente, la mentira más verdadera. Y seguirá siendo literatura. Pero la democracia…
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Tu comentario me pre-parece bien. La democracia es siempre imperfecta, esa es su principal cualidad: su infinita capacidad de ser perfectible, mejorable. La verdad hay que constatarla, cuesta mucho, hay muchos brazos metafóricos que dar a torcer, tiene que pasar el tiempo necesario y que haya la voluntad suficiente para admitir los errores. Otra cosa son los sistemas de representación o la práctica política, como aduces en tu comentario.
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