Yoel tiene la sana costumbre de ventilar la casa por las mañanas con una sola mano y en pijama, con la otra sujeta la taza de café. Lo toma frío, así que tampoco es excusa el pensar que esté esperando a que se enfríe. Pasea el café por las habitaciones como una tentación, no le da el primer sorbo hasta que todas las ventanas de su casa están abiertas. La última que abre es la única que da a la calle, para luego acodarse en el antepecho y dedicar unos minutos a mirar sin ver y quedarse absorto en sus pensamientos, como si terminara de soñar o empezara a convencerse de que está despierto.
La anécdota no tendría mayor importancia si Yoel no me hubiera llamado por teléfono a última hora de la tarde para contarme lo que le había pasado, con una extraña preocupación, algo bastante inusual en él, por otra parte. Según él, yo todavía no sé si creérmelo, cuando se acodó esta mañana, vio a una mujer con la espalda apoyada en la fachada del edificio colindante y la mirada perdida. Parecía haberse detenido allí de improviso, como si en realidad estuviera de camino a otra parte. Lo dedujimos, durante la conversación, por la indumentaria y su peinado; nadie se viste y se peina tan bien para no ir a ninguna parte. Yoel insistía en que no la había visto nunca. Durante los veinte minutos que él permaneció ante la ventana con el café en la mano, observó cómo la mujer se encendía un cigarrillo y se lo fumaba dando grandes caladas. Aparte de aquello, la desconocida se mantenía estática, esa fue la palabra que escogió Yoel para describirla. Según me dijo, cerró las ventanas como todos los días, lavó su taza de café, se duchó, se vistió y se marchó al trabajo sin darle mayor importancia a lo ocurrido. Pensaba que eran cosas suyas. La vio igual de ensimismada desde el coche cuando salió del garaje camino del trabajo, lo mismo estaba esperando a alguien, nos dijimos.
Me juró que pensaba que eran cosas suyas hasta que regresó del trabajo, ya por la tarde, y la mujer seguía allí, estática, abstraída y apoyada contra la pared, encendiendo un cigarro de vez en cuando, dando caladas lentas y profundas. Yoel no sabía qué hacer, estaba cayendo la noche. ¿Cuánto llevaba allí? ¿Ocho, nueve, diez horas? Pensó en hablarle desde la ventana, pero entonces, me dijo, parecería que iba a ser él el que estuviera loco; nadie le habla a otra persona a gritos desde un séptimo. Yoel repite mucho frases que comienzan por nadie: nadie se peinaba así para no ir a ningún sitio, nadie se quedaba quieto durante horas sin motivo. Dejó pasar dos horas por si acaso. Se asomaba cada cierto tiempo y allí seguía la mujer estática. Llegó un punto en el que no fue capaz de soportarlo más y se decidió a bajar a la calle y hablar con ella para salir de dudas.
Cuando Yoel se acercó y le preguntó que qué le ocurría, ella le dijo que no pasaba nada, que se había parado a pensar. Allí sigue, eso dice Yoel, yo no sé si creérmelo.
Qué relato tan fantástico 🌷
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Muchas gracias, Esther, por leerlo y por molestarte dejar un comentario tan generoso, sobre todo, en la adjetivación.
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