Me había quedado sin café en casa, de modo que me vi obligado a dejar lo que estaba escribiendo. Sabía que aquella página no sería capaz de avanzar sin ayuda de la cafeína y pensé en las nefastas consecuencias que podría tener verme privado de café durante el resto de la semana. En mi lista de pequeños apocalipsis personales, quedarme sin café estaría entre los primeros puestos.
Mientras hacía el trayecto que separa mi casa del supermercado al que quería acudir, se desató una tormenta tremebunda. Tras un par de relámpagos y el estruendo de varios truenos que parecían partir el cielo en dos, unas gotas enormes comenzaron a calarme sin remedio; ante aquella extraña indefensión imaginé la voz de un meteorólogo hablando de tormentas con aparato eléctrico y de litros por metro cuadrado. El único refugio razonable que encontré bajo el aguacero, con la intención de hacer tiempo hasta que cesara la lluvia, fue una librería comercial, una librería de franquicia. No sé por qué sí se hace la distinción entre los restaurantes de comida rápida de franquicia y no entre estas librerías (¿de lectura rápida?) y las librerías de verdad. Dicho sea de paso, hacer tiempo es una expresión tan absurda como necesaria, la lengua española es ilimitada y sinuosa. En mi defensa volveré a decir que fue la decisión más razonable y acertada, el resto de establecimientos estaban ya a punto de cerrar; sin embargo, más de una vez había vuelto del trabajo después de las seis y había visto aquella librería (de lectura rápida) abierta después de las seis de la tarde y, lo confieso, alguna vez me había detenido a mirar los libros y las postales que exponían en la calle a modo de anzuelo, incluso había entrado en busca de alguna agenda o cuaderno para regalar.
Tras deambular unos diez minutos por el local y contemplar con lástima la única e irrisoria estantería dedicada a los clásicos universales y la poesía, después de disimular que miraba ciertas secciones con interés —llegué a ojear unos libros de recetas—, el vendedor dijo desde el mostrador que la lluvia iba para largo, al poco se acercó a mí y me dio un ejemplar de 4321 de Paul Auster. Dijo que con aquel libro podía llover hasta mañana, alzó el mamotreto de novela delante de mí y me lo entregó, añadió que yo tenía el aspecto de un lector de Paul Auster. Le pregunté que por qué decía aquello, me respondió que nadie en su sano juicio se ponía una chaqueta de cuero una tarde de tormenta, por lo que había deducido que yo no tenía que estar allí y que había entrado a la librería porque era lo único que estaba abierto, porque después de todo prefería los libros a la intemperie de la calle, qué mejor sitio para esperar. Le dije que eso no explicaba que supiera que fuera lector de Paul Auster, pero que había acertado en la elección. Le hablé, no sé si por inercia o por simpatía, de que había autores que solo leía en alemán aunque sus obras se escribieran en otras lenguas porque me había acostumbrado o porque sentía las traducciones más cercanas, aunque todo aquello fuera casi la reiteración de una extrañeza mutua. A Paul Auster lo había leído en inglés y en español, pero nunca en alemán, le dije. Retornó al mostrador, estábamos solos en la librería, al menos eso sentí. Me dijo que ya no le cabía la menor duda de que fuera lector de Paul Auster, aunque al verme llegar se había debatido entre Auster y Murakami. Era lo único decente que me podía ofrecer, me había visto sufrir por el tamaño de la sección de bellas letras (él dijo Belletristik). Que yo creía que él era un mero vendedor en una librería de franquicia y que allí había poco que encontrar, lo había notado en mi manera de coger los libros y de mirar a mi alrededor; pero, por la hora que era, él estaba seguro de que se me había olvidado comprar algo importante, algo importante para mí. Café, le dije, se me olvidó comprar café la semana pasada. El café era la causa, lo que se me había olvidado, en el fondo, era la novela que tenía en las manos. Era 23 de abril, me dijo: dos, tres, cuatro. ¿Y el uno?, le pregunté. El uno era yo sujetando esa novela en una librería inesperada, con la chaqueta de cuero mojada por la tormenta, de camino a comprar café: el uno era yo, dijo, un hombre solo, quizá el único lector de Paul Auster en toda la ciudad, el único que leerá la traducción de una traducción.
2 comentarios en “1234”
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No estabais solos en esa librería, me encontraba detrás de unas estanterías oyendo vuestra conversación…o al menos así me lo has hecho sentir. Un beso, Fer.
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Gracias, Elia, un comentario muy austeriano.
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