Hace unos días ayudé a un amigo a descargar de su camioneta unas cajas de vino y de distintos alimentos al por mayor, su familia tiene un restaurante. Este hecho no tendría mayor importancia si al finalizar no me hubiera dicho que subiera al piso de arriba del edificio, que había tres cajas llenas de libros viejos que su padre pensaba dejar en la calle o tirar a la basura. Mi amigo conoce mi amor por los libros y supongo que quiso recompensar de algún modo la ayuda que le había prestado.
Mientras husmeaba en las cajas y apartaba el polvo de los libros, sentí una extraña melancolía. Eran libros en alemán que habían sido editados y comprados desde la primera década del siglo pasado hasta los años setenta. De un libro cayó una postal militar enviada y recibida en 1915. Aparte de los típicos volúmenes enciclopédicos, manuales, diccionarios o libros de texto, alguien en aquella casa había tenido un gusto literario exquisito. Rescaté ejemplares de Adalbert Stifter, Annette von Droste, Theodor Storm, Rilke, Remarque, Robert Walser, Erich Kästner o Heinrich Böll. La edición de Immensee de Theodor Storm era y es preciosa, de una belleza enigmática, conmovedora. Un libro mínimo de un magnetismo irresistible, un librito del tamaño de una agenda con nueve ilustraciones de Gerhard Ulrich. Un libro misterioso que incita a la lectura: en la portada tan solo aparece el dibujo al carboncillo de las aguas de un lago en el que flota un nenúfar de flores blancas sin el título ni el autor, el lomo del libro es de color verde botella con el título grabado en letras doradas, en la contraportada hay dibujado un cielo nocturno con la luna llena ocultándose entre las nubes. Era como si me hubiera convertido en Bastian el día que encontró La historia interminable.
Mi amigo, mientras comprobaba unos albaranes y su correo postal, se sonrió de verme tan emocionado por tan poca cosa, un libro tan pequeño en una caja que su padre iba a tirar a la basura. Son tuyos, me dijo. Le di las gracias por legarme semejantes tesoros. Los libros no terminan de ser de nadie nunca, pensé.
¿De quién serán mis libros cuando ya no esté? Sentí que entre aquel lector desaparecido y yo había surgido una invisible amistad recóndita y póstuma. Cuidaré de tus libros, pensé, yo también los he leído, yo también viví las mismas páginas que tú viviste. Sabía que algún día traduciría Immensee de Theodor Storm y que se lo dedicaría a Bastian Ulrich, así se llamaba ya en mi cabeza, le había puesto el mismo nombre que tenía el personaje de Michael Ende y el apellido del ilustrador. Bastian Ulrich, mi amigo recóndito y póstumo.
Preciosa nota. ¡Saludos!
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Gracias, María Eugenia. Saludos también para ti y tus huidas con las palabras.
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Nada es realmente nuestro… preciso como te expresas, como siempre. Un beso, Fer.
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Muchísimas gracias, Elia, por leer y por comentar. Ante aquellas cajas me sentí un intruso del más acá.
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👌
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Toca
💚
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