El lago de las abejas, de Theodor Storm: El viejo

Un día le prometí a un amigo invisible, recóndito y póstumo que traduciría Immensee de Theodor Storm. Una vieja promesa a alguien desconocido, un lector de otro tiempo, cuya biblioteca cupo en dos o tres cajas de cartón y que parecía haber guardado con cariño sus ejemplares de Theodor Storm, forrados y en un lugar aparte, como un tesoro o una losa de amor. Como decía Nietzsche, el ser humano se distingue del animal porque es capaz de prometer, así que trataré de seguir humanizándome, aunque quizás nunca sea tarde para cumplir una promesa hecha a un amigo invisible. Le di mi palabra.

***

El viejo

Una tarde de finales de otoño bajaba la calle un hombre viejo y bien vestido. Parecía estar volviendo a casa después de un paseo, pues tenía los zapatos con hebilla, que pertenecían a una moda de otro tiempo, llenos de polvo. Llevaba debajo del brazo su bastón con un botón de oro en la empuñadura; miraba tranquilo a su alrededor con sus ojos oscuros, en los que parecía haberse salvado toda la juventud perdida, o abajo en dirección a la ciudad que se tendía ante él con el perfume de la luz de la tarde. Parecía casi un foráneo, pues solo lo saludaban unos pocos de los que pasaban, aunque más de uno se veía impelido a mirar aquellos ojos serios de manera involuntaria. Se detuvo finalmente ante una alta casa con frontón, volvió a mirar a la ciudad a lo lejos y luego entró al recibidor. Con el sonido de la campanilla de la puerta se retiró una cortinilla verde de una ventana que daba al recibidor desde una de las habitaciones de la casa y se hizo visible tras ella el rostro de una anciana. El hombre la saludó haciendo un ademán con su bastón.

—¡Aún sin luz! —Dijo con algo de acento del sur; y el ama de casa volvió a dejar caer la cortinilla.

El viejo atravesó el espacioso recibidor y luego la sala de atrás de verano en la que había varios armarios de roble con jarrones de porcelana en las paredes; pasó después por la puerta que había justo enfrente y que daba a un pequeño pasillo que conducía a través de una estrecha escalera a las habitaciones superiores de la parte de atrás de la casa. La subió despacio, abrió una puerta que había en la parte alta y pasó a una habitación bastante grande. Allí reinaba un ambiente hogareño y tranquilo, una de las paredes estaba cubierta casi por completo de repositorios y anaqueles repletos de libros, de la otra colgaban retratos y cuadros que representaban lugares; delante de una mesa de mantel verde, en la que había un montón de libros abiertos, había un robusto sillón con cojines de terciopelo rojo. Después de dejar en una esquina el viejo sombrero y el bastón, se sentó en el sillón y parecía descansar del paseo con las manos entrelazadas… Mientras estaba así sentado, comenzó a caer poco a poco la noche, finalmente un rayo de luna atravesó el cristal de la ventana y se posó sobre los cuadros en la pared, y según se iba retirando la pálida línea, los ojos del hombre la siguieron de forma involuntaria. El blanco trazo llegó a posarse sobre un pequeño retrato que había en un marco humilde y negro.

—¡Elisabeth! —Dijo el viejo en voz baja, y según pronunció aquella palabra, el tiempo se transformó: se encontraba de nuevo en sus años de juventud.

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