Melancolía I

Melancolía I era el nombre que quería haberle dado Sartre a su novela La náusea; lo supe por uno de los prólogos o epílogos de una antigua edición de bolsillo que leí de adolescente, convencido de haber entendido lo que pensaba Antoine Roquentin con la raíz del árbol debajo de su banco en el parque. Melancolía I es un celebérrimo grabado de Durero, el gran pintor de Núremberg, un lugar cercano a donde escribo estas palabras, y La náusea fue el libro que mi madre leyó los últimos días antes de parirme o, dulcifica, de darme a luz.

Quién sabe hasta qué punto influyen las lecturas prenatales, me pregunto en un parque a unas pocas decenas de kilómetros de Núremberg, mientras la brisa acaricia mis brazos y las páginas de la última novela de Paul Auster. A veces bajo al parque solo por sentir la brisa mientras leo. En dicha novela, un médico recomienda a una mujer encinta que guarde reposo si no quiere tener un tercer aborto natural. Con la inesperada postración y la cantidad de tiempo de la que dispone por primera vez en su vida, una amiga le recomienda que lo dedique a leer novelas. El recurso es cervantino y manido, pero no por ello menos emocionante. El narrador cuenta cómo dicho personaje, que si mal no recuerdo se llama Rose, termina embebiéndose de las novelas de Tolstoi y le parece increíble como una sola persona es capaz de indagar tanto y tan profundo el alma humana, sobre todo, en la femineidad.

Me emocionan estos homenajes, más o menos velados, tanto como la suave y tersa brisa que no deja de marcharse y de regresar o como me resulta evidente la marquetería argumental de Paul Auster y su descaro en la imitación al más grande de los escritores y no me refiero a Borges.

Melancolía I es un título inolvidable para cualquier cosa, sobre todo, para una novela que no terminó llamándose así; casi tan inolvidable como recordar, mientras leía a Paul Auster en un parque, la raíz de Antoine Roquentin bajo el banco y a una madre, a punto de serlo, postrada en una cama de hospital a mitad de los ochenta en Madrid mientras lee La náusea.

Quién sabe hasta qué punto influyen las lecturas prenatales de una madre.

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