Tercer capítulo de El lago de las abejas, de Theodor Storm: En el bosque

En el bosque 

De esta manera convivían los niños; a menudo ella era demasiado callada con él, a menudo él era demasiado impetuoso con ella, pero ello no era impedimento como para que se separaran el uno del otro; compartían todas las horas libres, los inviernos dentro de los límites de las habitaciones de sus madres, los veranos en el campo y entre los arbustos. Una vez sucedió que el maestro reprendió a Elisabeth en presencia de Reinhard, él estrelló su pizarrita iracundo contra el pupitre para desviar hacia él el enfado del hombre. Nadie se daba cuenta, pero Reinhard no prestaba atención en las clases de Geografía, en su lugar, se dedicaba a escribir un largo poema, en él se comparaba con un joven águila, al maestro de la escuela con una corneja gris y a Elisabeth con una paloma blanca: el águila prometía vengarse de la corneja gris en cuanto le crecieran las alas. Al joven poeta le asomaban lágrimas a los ojos, se tenía por alguien excelso. Cuando llegó a casa, se hizo con un tomo en pergamino con muchas páginas en blanco: en la primera página escribió su primer poema poniendo cuidadosa atención a los trazos de su mano.
Pronto tuvo que entrar en otra escuela, allí trabó amistad con otros muchachos de su edad, pero su relación con Elisabeth no se vio afectada por ello. Comenzó a poner por escrito los cuentos que más le habían gustado a Elisabeth, aquellos que le había contado una y otra vez; al hacerlo, le entraban a menudo ganas de añadir a las historias algo de sus propios pensamientos, pero sin saber muy por qué, no siempre era capaz de lograrlo. Así que los copiaba tal como ella los había escuchado. Luego le daba las páginas a Elisabeth y ella las guardaba en una gaveta de su arcón; y a él le provocaba una encantadora satisfacción escuchar cómo por las tardes ella le leía a su madre en voz alta lo que había escrito en los cuadernos y que lo hiciera en presencia de él.

Habían pasado siete años. Reinhard tenía que abandonar la ciudad para seguir formándose. Elisabeth no se podía hacer a la idea de que a partir de entonces habría un tiempo sin Reinhard. Se alegró mucho cuando él le dijo que seguiría copiándole los cuentos como siempre; pretendía enviárselos con las cartas que le enviara a su madre, ella tendría entonces que contestarle y decirle si le habían gustado. Se acercaba la fecha del viaje, pero antes ya había aparecido alguna de sus rimas en el tomo en pergamino. Aquello era un misterio para Elisabeth, aunque ella fuera la destinataria del libro y de la mayoría de los poemas que, poco a poco, ocupaban ya más de la mitad de las hojas en blanco.

Era junio; Reinhard partía al día siguiente. Todos querían que se celebrara una fiesta de despedida. Se organizó una fiesta campestre con muchos invitados en una de las arboledas cercanas. Hicieron en coche el largo camino hasta la linde del bosque, luego se descargaron las cestas con viandas y el resto se hizo a pie. Tuvieron que atravesar un bosque de abetos frío y oscuro y con el suelo cubierto de fina pinaza. Después de caminar media hora, salieron de la oscuridad del bosque de abetos a uno de hayas más agradable, en él todo era claridad y verde, un rayo de sol atravesaba las frondosas ramas, una ardilla saltaba de rama en rama por encima de las cabezas. La comitiva al completo se detuvo en un lugar donde crecían juntas hayas antiquísimas y en el que habían formado con sus copas una bóveda natural por la que entraba la luz. La madre de Elisabeth abrió una cesta, uno de los señores ancianos se nombró maestro de ceremonias para el reparto de comida:

—¡Todos a mi alrededor, pajarillos! —Dijo en voz alta—. Y atended bien a lo que os tengo que decir. Para desayunar vais a recibir cada uno dos panecillos sin untar; nos hemos dejado la mantequilla en casa, os tenéis que buscar la vida para untarlos. En el bosque hay fresas suficientes, bueno, para el que sepa encontrarlas. El que sea un torpe, se comerá con el panecillo sin untar; así es la vida. ¿Habéis entendido lo que os he dicho?
—¡Por supuesto! —Gritaron los jóvenes.
—Bueno, mirad— dijo el viejo—, todavía no he terminado de deciros lo que os tengo que decir. Nosotros los viejos ya nos hemos movido lo suficiente en la vida, por eso nos vamos a quedar aquí en casita, quiere decir, bajo este inmenso ramaje,  e iremos pelando las patatas y haciendo el fuego y poniendo las mesas y, cuando sean las doce, pondremos a cocer los huevos. Por todo esto que vamos a hacer, nos debéis la mitad de las fresas que recojáis, para que podamos poner un postre. ¡Y ahora marchaos al este y al oeste y sed honestos!
Los jóvenes pusieron todo tipo de caras picarescas.
—¡Un momento! —Dijo el viejo otra vez—. No tengo que deciros que el que no encuentre ninguna fresa, no tendrá que dar ninguna, pero más vale que os apuntéis esto en la frente: el que no encuentre nada, no recibirá nada de estos viejos. Y ya habéis aprendido bastante por hoy, si además traéis fresas, podréis sobrevivir un día más.

Los jóvenes compartían la opinión del viejo y comenzaron a ponerse en marcha por parejas.

—Ven, Elisabeth— dijo Reinhard—. Sé donde hay un fresal; no tendrás que comerte el pan sin untar.

Elisabeth se ató las cintas verdes de su sombrero de paja y lo tomó del brazo.

—Venga, vámonos —dijo ella—, aquí tengo la cesta.

Entonces se adentraron en el bosque, cada vez se adentraban más y más; atravesaron las húmedas y densas sombras de los árboles en las que todo estaba en calma, lo único que se podía escuchar era el canto invisible de los halcones en el aire; siguieron a través de maleza espesa, tan espesa que Reinhard tenía que ir delante para ir abriendo camino, y doblar una rama de por aquí y apartar un zarcillo de por allá. Pero pronto escuchó tras de sí a Elisabeth gritando su nombre. Se dio la vuelta.

—¡Reinhard! —Gritaba ella—. ¡Espera, Reinhard!

No la alcanzaba a ver; pero pronto observó cómo, a cierta distancia, ella luchaba por zafarse de los arbustos. Su dulce cabecilla apenas asomaba por el borde de los helechos. Entonces él regresó y la ayudó a atravesar el fárrago de las hierbas y de las plantas hasta llegar a un sitio despejado en el que unas mariposas azules volaban entre las solitarias flores del bosque. Reinhard le apartó el pelo húmedo de la acalorada carita, le quiso volver a poner el sombrero de paja, pero ella no podía soportarlo; entonces él se lo pidió y permitió que se lo volviera a poner.

—¿Dónde decías que estaban tus fresas? —Preguntó ella finalmente, de pie y mientras daba un largo suspiro.

—Estaban aquí —dijo él—. Pero los sapos se nos han adelantado, o las martas o quizás los elfos.

—Sí —dijo Elisabeth—, las hojas siguen estando ahí; pero no me hables aquí de elfos. Vamos a seguir, todavía no estoy cansada, vamos a intentar seguir buscando.

Ante ellos había un arroyo, al otro lado seguía el bosque. Reinhard lo cruzó con ella en brazos. Después de un rato salieron de la frondosa zona oscura a una parte más iluminada.

—Aquí tiene que haber fresas —dijo la muchacha—. Huele mucho a dulce.

Siguieron buscando por el paraje bañado de sol, pero no encontraron nada.

—No —dijo Reinhard—. Es sólo el aroma del brezo.

Todo estaba repleto de frambuesos y plantas leguminosas que se solapaban; un intenso aroma a brezo cargaba el aire, se confundía con la corta hierba que cubría las calvas del terreno.

—Aquí no hay nadie —dijo Elisabeth—, ¿dónde se habrán ido los demás?

Reinhard no había pensado en el camino de vuelta.

—Espera un momento, ¿de dónde viene el viento? —Dijo él y levantó una mano.

Pero el viento no soplaba.

—Calla —dijo Elisabeth—, me parece que los estoy oyendo hablar. Grita en aquella dirección para abajo.

—¡Venid aquí!

—¡Aquí! —Se escuchó.

—¡Responden! —Dijo Elisabeth y dio una palmada.

—No, no ha sido nada, es sólo el eco.

Elisabeth tomó a Reinhard de la mano.

—Tengo muchísimo miedo— dijo ella.

—No —dijo Reinhard—, no lo tengas. Aquí se está genial. Siéntate un momento a la sombra entre las hierbas. Vamos a descansar un rato; seguro que encontramos a los demás.

Elisabeth se sentó debajo de un haya y puso oído atento en todas direcciones; Reinhard se sentó a unos pasos de ella en un tocón y la miraba en silencio. El sol estaba justo encima de ellos; hacía el calor intenso del mediodía. Pequeñas moscas doradas y de un azul metálico volaban por el aire, estaban rodeados por un leve zumbido y murmullo, y, en ocasiones, se escuchaba en lo profundo del bosque el martilleo de los pájaros carpinteros y el piar de los pájaros del bosque.

—Escucha, escucha— dijo Elisabeth—, se oye algo.

—¿Dónde? —Preguntó Reinhard.

—Detrás de nosotros. ¿Lo oyes? Es mediodía.

—En tal caso, la ciudad está detrás de nosotros y si caminamos todo recto en esa dirección, tendremos que encontrar a los demás.

Emprendieron el camino de vuelta; habían abandonado la búsqueda de fresas porque Elisabeth se había cansado. Entre los árboles se escuchó por fin la risa de todos los demás, luego vieron un enorme paño en el suelo de color blanco que brillaba, era la mesa, y sobre ella había amontonadas una gran cantidad de fresas. El viejo tenía una servilleta colgando del ojal de la camisa y proseguía con la monserga a los jóvenes, sin dejar de trinchar un solo momento un asado de carne.

—¡Mirad, por ahí vienen los rezagados! —Gritaron los jóvenes cuando vieron aparecer a Reinhard y Elisabeth de entre los árboles.

—¡Venid para acá! —Gritó el anciano—. ¡Vaciad los pañuelos y dadle la vuelta al sombrero! A ver qué es lo que habéis encontrado.

—¡Hambre y sed! —Dijo Reinhard.

—Pues si eso es todo lo que traéis —repuso el viejo y les enseñó las fuentes llenas de fresas—, os lo podéis quedar para vosotros. Ya sabéis cuál era el trato, aquí no se les da de comer a los ociosos.

Pero al final se conmiseró por la insistencia del resto y se puso la mesa; se escuchaba mientras tanto al tordo entre los enebros.

Así transcurrió el día. Reinhard sí que había encontrado algo, aunque no fueran fresas, también había crecido en el bosque. Cuando llegó a casa, escribió en su tomo en pergamino:

La reina del bosque

En la ladera del monte
el viento se ha enmudecido;
cuelgan las ramas, debajo
tiene la niña su sitio.

Sentada sobre el tomillo,
sentada sobre el aroma,
murmullan y resplandecen
volando azules las moscas.

El bosque está tan callado,
ella lo mira despierta;
por el marrón de su rizos
los rayos del sol se cuelan.

Se ríe el cuco a lo lejos,
acabo de darme cuenta:
la niña tiene los ojos
dorados como la reina.

Ya no era entonces solo su protegida; ella era para él también la expresión de lo dulce y lo maravilloso en su vida venidera.

 ***

(Traducción, como siempre en esta página, de un servidor)

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