Si soñar ya es extraño de por sí, soñar con un recuerdo es la mentira insignia de la memoria; una mentira, el sueño, que es real mientras sucede y que se torna más real al deshacerse porque ya no puede ocurrir más, como si al dejar de ser comenzara a ser nuestro, como la segunda vez que regresamos a una música, buscando en ella la cicatriz de su primera forma en nosotros. Los sueños siempre son los sueños que tuvimos, los sueños son la evocación de un fragmento de la memoria, nunca la memoria, sino el adagio de su ocultación, los restos de su fuga al interior de nuestro olvido. Al intentar contar un sueño, contamos el rastro que el sueño ha dejado en nosotros, como quien sabe los años que tuvo un árbol al contemplar los círculos talados de su tronco.
Volvía a leer los versos de Joan Margarit en una pegatina de un vagón de metro en una de esas desoladoras y bienintencionadas campañas de fomento de la lectura: «El ruido de la ciudad en los cristales / acabará por ser tu única música / y las cartas de amor que habrás guardado / tu última literatura». De fondo, como había sucedido en el momento de aquella lectura, sonaba la última canción del disco Siamese Dream de los Smashing Pumpkins, inmediatamente después una versión al piano de la Nana de Manuel de Falla, recordaba el peso de un libro en la mano, un libro de tapas verdes desgastadas, quizá una antigua traducción de una novela de Fontane o de Gottfried Keller, sabía que no era mío, sino de la biblioteca de la facultad porque utilizaba siempre la ficha de pedido de marcapáginas. Estaba próximo el verano; pensé en Manuel de Falla, exiliado también en los billetes marrones de cien pesetas, esos que desaparecieron tan pronto: mi abuelo guardaba uno bajo el cristal de una mesa de su habitación. Recuerdo que pensé en la tristeza que hay siempre detrás de la elección de la prosodia, en el hombre o la mujer detrás de la prosodia: El ruido de la ciudad en los cristales, el eneasílabo oculto tras las tres primeras sílabas, anticipando el último verso, el eneasílabo pleno: tu última literatura, envuelto en dos endecasílabos, como quien pone, con cuidado de que no se caigan, flores en un jarrón con agua. También pensé en todas las personas que leerían el poema sin saber por qué les sonaba bien y en el extraño acierto juanramoniano, el secreto de la asonancia entre el adjetivo y el sustantivo y del cruce entre ambos versos: única música, última literatura.
Despierto, con el sueño hecho añicos, he sentido por un instante que estaba todavía dentro de aquel vagón de metro y he cerrado los ojos y he llorado después de mucho tiempo, igual que la primera vez que leí aquel poema en una pegatina, sin que nadie me viera.
4 comentarios en “Una lectura en sueños”
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“El ruido de la ciudad en los cristales / acabará por ser tu única música / y las cartas de amor que habrás guardado / tu última literatura”.
Nunca había leído algo tan triste y melancólico. Me encanta leerte, descubro cosas. Un beso, Fer.
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El mérito es de Joan Margarit, el poema es suyo. Un beso, Elia.
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Ya, pero yo la he conocido a través de ti. 😉
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Una pegatina en el metro es la culpable entonces.
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