Hay días que me siento como Borges en su soneto El Remordimiento, necesito escribir como el bosque necesita de la hojarasca para nutrirse en su extraño círculo vicioso, pero soy consciente del sinsentido y de la insignificancia, conozco lo fatigoso y aplicado de las simétricas porfías del arte, como decía el maestro, cada vez más maestro. Los verdaderos maestros lo son cada vez un poco más, como ciertos paisajes, ciertas voces, miradas o cuerpos, como algunas relecturas de novelas.
Hoy no le sorprendería a nadie la actitud de Meursault, anoté en mi libretilla de lecturas, quizá sorprendería que fuera capaz de pedirle permiso a su jefe y tomarse tres días libres para marcharse a Marengo por un simple telegrama. ¿Está usted seguro? A ver, déjeme ver ese papel. ¿Y si se trata de una falsa alarma? Hoy El extranjero tendría lugar dentro de un polígono industrial, situado en un páramo, cerca de un vertedero municipal con nombre de cerro y desinencia de apellido patronímico, y en el que al protagonista ni se le ocurriera pedir tal permiso de tres días.
Meursault en un autobús de línea nocturno, camino de su piso compartido, con el hedor ardiente de los desechos atravesando los respaldos de los asientos y la carretera de doble sentido en la que se juega la vida a diario sin importarle, ya no tenían nada qué decirse.