15 céntimos

Salgo profundamente emocionado de la casa de Bertolt Brecht, los cinco euros mejor gastados de mi vida: visita guiada, cuatro germanistas y una guía visiblemente conmovida de que hablemos su idioma y de que sepamos quién es Hegel o la Berliner Ensemble.
Cerca de la estación que hay sobre el puente que cruza la Friedrichstr., veo pasar un hombre montado en una bicicleta mil veces oxidada, mejor dicho, el cadáver de lo que un día fue una bicicleta, una chatarra con ruedas, un amasijo de tétanos con pedales que se abre paso entre la multitud de turistas, con la lastimosa cadencia de un animal hambriento y débil. Atada a lo que un día fue un guardabarros, el hombre porta una enorme bolsa de plástico repleta de botellas vacías para canjearlas por dinero. Por cada botella que meta en la máquina de reciclaje del supermercado, le darán 15 céntimos, 25 si tiene suerte y es una lata. En el tique aparecerá el desglose con el número de botellas que ha canjeado y el valor de cada una de ellas. Lo mirará orgulloso, con la sonrisa inimitable y esquizoide de los que ya lo han perdido todo en la vida, y se gastará su misérrimo presupuesto en las cervezas más asequibles del supermercado o en un vino pésimo, pienso en Mallarmè, en la barba mugrienta y frondosa, selvática, como la barba de Dios o de un sabio decimonónico, del hombre de la bicicleta y en la bandera europea.
Una de las botellas que sobresale por el borde de la bolsa, ligera como es, cae en uno de los virajes y comienza a rodar calle abajo con tan mala suerte de quedar a merced del tráfico que a esas horas es denso y caótico: cientos de coches atraviesan la calle estresados con la posibilidad de tener que esperar otro semáforo; a ello hay que añadirle el tránsito de los autobuses de línea y el tranvía. Pienso en Gaudí. El hombre se percata, detiene su marcha; ve con la cabeza girada cómo la botella sigue intacta. He visto esa mirada muchas veces en los ojos de mi madre cuando era niño. La botella sigue girando, es un milagro que siga intacta: el aire aleatorio, cruel e indiferente que levantan los coches al pasar hace que tome impulsos extraños, como si alguien la empujara de un lado a otro. La botella vacía sigue rodando, se adentra cada vez más en la calzada. Han pasado más de diez segundos, sigo su trayectoria con la mirada; es un milagro que no haya sido atropellada todavía. Me detengo también, veo cómo el hombre apoya la bicicleta contra un árbol sin perder de vista la botella, oigo crujir la bolsa de plástico repleta de botellas vacías. Observo al hombre de la barba, puedo leer en su mirada la intención de saltar a la carretera. ¿Será capaz de jugarse la vida por 15 céntimos? ¿Por qué nadie se agachó a cogerla cuando pasó por su lado antes de caer a la carretera? 
No, no fueron los cinco euros mejor gastados de mi vida: la botella sigue girando, intacta, y el tráfico es denso.