A Markus, in memoriam
Tenía treinta y siete años y era autónomo. Le gustaba llevar gorros de lana, era alto y noble como un árbol. No sé por qué nos saludamos siempre al vernos desde lejos estirando los brazos de alegría y con el pulgar en alto. Luego, de cerca, nos dábamos un abrazo y era como abrazar a un gigante; tenía que agacharse y se agachaba. Siempre me hizo sentir que era uno más, no utilizó conmigo gentilicios, sino sonrisas y jaleos: le encantaban los pases imposibles, los lejanos al pie o a la cabeza, los que se dan al hueco con el exterior, las vaselinas, las paredes de tacón. Las pocas veces que jugamos en el mismo equipo (si has jugado al fútbol sabes lo que esto significa), buscaba sus desmarques para tratar de darle el pase perfecto por ver tan sólo cómo lo celebraba más feliz que un gol; recuerdo cómo un día la alegría le hizo fallar una ocasión clarísima sin importarle lo más mínimo. Hoy sé que aquella alegría vale más que cualquier gol. Era un esteta que bajaba a defender. Recuerdo también que se acercó expresamente a darnos las gracias cuando un día le dijimos dónde podía comprar botas que estuvieran bien de precio y a la semana siguiente vino con unas azules. La última vez, un jueves hace tres semanas, jugamos juntos en el mismo equipo.
Tenía treinta y siete años y era autónomo. No puedo escribir más.