(Papantonio)
Aún te recuerdo cada día,
y recuerdo las cosas que contabas.
Me pesará tu ausencia para siempre
como a todo el mundo que estuvo a tu lado.
Traté de componer una novela con tu vida
pero no quería mentir,
ni convertirte en personaje de ninguna historia
no fui capaz de hacerte eso,
y eso que fue lo que mejor he escrito.
Ayer te recordé de niño escondido en una tinaja rota bajo el cielo
para que tu padre no te viera escapar,
te escapabas para estudiar,
las cuatro reglas, los ríos, el alfabeto,
caminabas más de cinco kilómetros a solas
veredas de arena, polvo y olivares
y les llevabas a las monjas que te daban clase, escondidas y muertas de miedo,
verduras y hortalizas de vuestra casería en una cesta de mimbre,
ese otro mundo que los historiadores y novelistas jamás serán capaz
de reconstruir,
memoria histórica lo llaman.
En ese gesto iba yo contigo, iban mi madre y mis hermanos,
iban mi amor y mi fe en las palabras
a veces
lo único que tengo y que me queda.
Recordé el día que pidieron voluntarios para quemar muertos
y te tuviste que volver de allí incapaz de hacerlo,
mientras los demás robaban carteras y anillos de los cuerpos caídos,
tuviste que sentarte mareado a llorar,
mientras ardían a lo lejos las piras de cadáveres,
memoria histórica lo llaman.
Recuerdo tus increíbles metáforas, tus cuentos, tu manera de vivir observándolo todo:
«Pasamos tanta hambre que los perros le gritaban a la luna creyendo que era una torta.»
«Si llamas a un hermano te dice: ¿Qué quieres? Si llamas a un amigo te dice: ¿Qué? (Con desdén)
Si llamas a una madre se le abren las carnes y te llama por tu nombre: ¿Qué quieres mi Antonio?
Nadie quiere como una madre.»
«Entre las doce y la una, anda la mala fortuna.»
«En esa estantería de ahí hay libros de grandes escritores, de los que dicen (lo decías con ese) la verdad de las cosas para que no se olvide.»
La necesidad, decías, es lo que hace grande al artista.
A veces me pregunto, por qué me decías todas aquellas cosas.
No sé de qué extraño silencio
surgía tu sabiduría, tu infinita elegancia.
Pasaste tus últimos años casi sin salir de casa
cuidando tu azotea y tus plantas, las uvas de tu parra,
barrías y luego regabas los patios con tu manguera amarilla por la mañana
y al caer la tarde,
y siempre estabas escuchando tus cintas de música, la radio,
sentado bajo el sol
te levantabas el primero con el alba
no saludabas hasta que estabas bien peinado,
y te ibas el primero a dormir.
Me destroza el corazón
ver cómo nadie más que tú se ha vuelto a preocupar
de todas esas cosas.
Porque ya no estás o estás tan solo en el recuerdo
y al mundo no lo mueve la memoria sino el olvido.
Yo sigo siendo aquel niño
que deseaba terminar el colegio para marcharse allí contigo los veranos,
caminando de tu mano por las mañanas
escuchándote decir a cada pocos pasos «Vaya usted con Dios»,
me enseñaste que el amor no pide nada a cambio
sólo la presencia, la lentitud presente de la vida,
los instantes compartidos, el silencio, la tarde azul sobre una pared blanca,
la conversación como acto moralizante.
Me enseñaste a morir incluso
sentado en la mecedora de tu casa,
yo tomé tu cuerpo en mis brazos
todavía guardaba el calor de la vida
y te llevé a tu habitación, te perfumé,
pude besarte y amortajarte,
fue la más dulce despedida, la más íntima,
hasta eso me enseñaste,
a comprender que todo acaba en el amor que dimos.
Sólo pude llorar al ver tu nombre escrito.
Si sigo vivo
es con la única esperanza
de ser algún día para alguien
lo que tú fuiste para mí, o al menos intentarlo,
con eso basta,
basta con tu ejemplo.
Amén.
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Quizá,lo mas hermoso que he llegado a leer de tí.
Aunque no me sorprende,tienes la rara capacidad de hacer que todo sea bonito,jodio.
Ya sabes,Fer 😉
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Me hubiese encantado conocerlo. Gracias a ti, a tus hermosas palabras y a las miles anécdotas e historias que de él me has contado, hasta lo quiero.
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SUBLIME. GRACIAS. NO PUEDO HABLAR
EDUARDO
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