Sentado contra una puerta o a los pies de una escalera de las que bajan calle, buscaba durante horas en su propio silencio una respuesta, sin más pregunta que la incertidumbre, o ni siquiera eso, sin más pregunta que el haberse quedado sin preguntas, como esos relojes viejos y sin pilas en el fondo de un cajón.
Ellas, las horas, pasaban a su alrededor invisibles y presentes como los pensamientos, atravesando el lugar donde habitan dentro de sí mismo los sueños y los recuerdos, a él le gustaba huir hacia esa quietud en la que no ocurría nada. Era la vida de alguien que acababa por no pertenecerle, unos pocos momentos a lo largo de la semana que le unían a la realidad. Mientras estaba quieto soportaba cualquier tipo de tristeza que generaba su pensamiento, como incapaz de disimular por más tiempo su vida. Por ejemplo, nadie se daba cuenta de que los días de la semana eran mentiras, no existía ni el lunes, ni el martes, ni el miércoles, ni el jueves, ni el viernes, ni el sábado, ni el domingo. Se hacían existir, alguien mintió una vez y resultó bastante útil. Hacíamos existir todo.
¿Qué existía aparte del amor? ¿Existía lo que sentía? ¿Existían de veras las palabras? Los trazos en un papel, lo que pronunciamos, lo que evocaban sus pensamientos…
Observaba la vida con un tamiz póstumo, sin entusiasmo, del que solo era capaz tan a solas que ya no esperaba la comprensión de nadie, ni siquiera la suya misma.
Sólo anhelaba esa quietud.