La intimidad

Esperando a los pies de unas escaleras a que saliera del saturadísimo baño de una cadena de hamburguesería americana, veía bajar al resto de personas en un goteo multitudinario, y se extrañó de que ninguno de aquellos cuerpos tuviera valor alguno a sus ojos, más allá del de sentir que fuesen seres humanos desconocidos, de los que sólo se podía adivinar o sospechar el aspecto a través de sus rostros, la clase social a través de sus atuendos y el vacío que dejaban al pasar, por no ser la persona esperada.
Se dio cuenta de que el amor, el verdadero amor, era un lugar irremplazable en el mundo. Y que era consustancial al espacio que ocupa la persona que se ama. Un lugar, que no es un lugar fijo, ni estático, si no que igual que el corazón va con nosotros latiendo a donde quiera que vayamos en compañía de nuestro cuerpo, así el amor se contiene involuntario en un lugar de nuestra memoria, nuestra sangre, o simplemente en eso que llamamos nosotros mismos. Pero es un lugar que necesita del contacto, de la cercanía, de tiempo compartido, de intimidad al fin y al cabo, una intimidad que nace y se prolonga cada vez que ambos cuerpos deciden romper las distancias que los separan. Intimidad que puede ocurrir en cualquier lugar, en una calle, en una farmacia, en un parque, regresando a casa en el coche, solos o acompañados por gente, pero íntimamente.
Y regresó bajando las escaleras, inconsciente de lo que provocaba en él, de lo milagroso que resultaba reconocer su rostro tras la multitud. Una alegría parecida al entregarse iluminado de la luz ocupaba su pecho. Ella le dijo que había mucha gente, justificando la tardanza. Él sólo sabía sentirla cerca de nuevo, y sentirse afortunado de ocupar una distancia cercana respecto de ella.
La amaba, y amaba su cercanía, su intimidad…