Por circunstancias de la vida me he visto obligado muchas veces a viajar solo, ya sea en tren, en autobús. Viajar en el sentido largo de la palabra viaje. Hacerlo solo tiene un inquietante halo de incertidumbre, lo mismo que comer solo o ir solo al teatro… Así que esta vez decidí invitar a los dos libros que más se aburrían en mi casa y que más polvo andaban cogiendo, de esos que están en la parte de arriba de las estanterías. Como aceptaron encantados la propuesta, los limpié y los metí en mi equipaje de mano.
Eugénie Grandet era el primero de ellos, el otro Misericordia (de Galdós). Los dos me llamaron la atención por el título, el de Balzac lo conocía de leídas (que no de oídas) aparece en todos los prólogos habidos y por haber de Dostoyevski, ya que fue el primer libro que tradujo y que, según la crítica, fue clave para que decidiera dedicarse afortunadamente (para los que nos gusta) a la literatura.
Tengo el problema de enamorarme de los autores que me gustan de una forma apasionada e infiel, todos los que me gustan me gustan mucho y los quiero a todos por igual, y Balzac, después del vuelo de Madrid a Berlín de anoche ha entrado a formar parte de mi corazón, y de mi harén particular de pasiones literarias. Lo mejor es que de él me queda una inmensísima obra por leer y por disfrutar.
No pude soltar el libro ni siquiera por la noche en la habitación de hotel donde tenía que esperar a que llegase la mañana, para proseguir mi viaje en tren. Y tanto ha sido así lo de no poder soltarlo, que lo he tenido que terminar en una cafetería mientras hacía tiempo, tres horas de tiempo exactamente, en la que he hecho transbordo de libros y de trenes.
Sólo diré una palabra sobre Eugénie Grandet: Verdad.
Es un libro que es verdad en sí mismo, y encierra la verdad de la vida en todas sus formas, que al cabo son sus personajes y su entorno. La verdad con mayúsculas y con minúsculas, y sobre todo la pasión humana por la codicia, el orgullo y la imposibilidad del amor real en una sociedad movida únicamente por el omnímodo dinero. Balzac lo único que hace es descubrir las pasiones humanas, como lo haría un mago que nos explicase los trucos de magia.
Pero por lo que me he decidido hoy a escribir aquí es otra cosa, un pequeño detalle que me ocurrió en el avión. Yo iba sentado en uno de los asientos de pasillo, leyendo, cuando la mujer que estaba a mi derecha, en su también asiento de pasillo, dio la luz superior para comenzar a leer, pues el vuelo era nocturno, lo cual llamó mi atención inconscientemente. Cuando miré el libro que iba a empezar ella a leer y vi que era El Idiota de Dostoyevski, no pude si no sonreír y sentir, y comenzar a pensar que el libro que yo tenía en las manos, era el libro que había hecho quizás posible el libro que la mujer tenía en las suyas. Y puede parecer absurdo, pero en ese momento me sentí acompañado, y no por las personas que había dentro del avión, si no por una especie de mundo invisible que quería demostrarse para que alguien lo viera.
Fue un pequeño detalle, pero significó mucho para mí en aquel momento. No iba solo, iba con Balzac y con Dostoyevski a mi lado, de alguna forma estaban allí, a miles de metros del suelo con todos nosotros.
Sólo quería dejarlo escrito, porque luego se me olvidan las cosas con el paso del tiempo, aunque piense en el momento en que me ocurren en que no las podré olvidar, acabo por olvidarlas…
Y escribir es al recuerdo, lo que comer a la muerte.