Voy de camino a casa, regreso del trabajo. El cielo gris, encapotado y sucio. Pienso en Montauk de Max Frisch y en que me gusta Alemania porque siempre parece otoño, como si siempre fuera octubre y noviembre en Madrid. Siento la necesidad de releer Montauk como algo urgente, como una sed, como si todo mi cuerpo fuera un coche aparcado en doble fila y alguien quisiera salir y tocara el claxon con impaciencia. Veo a una pareja de adolescentes acodada en el barandal del puente. Miran nadar y volar a las gaviotas, las señalan, les tiran migas de pan. Las gaviotas son del color de las nubes. Pienso en que, en realidad, no están viendo las gaviotas, sino que se están mirando el uno al otro con la presencia, que las quieren ver para estar el uno cerca del otro. Al menos uno de los dos ha conseguido detener el tiempo. El amor como pretexto: una gaviota, un lago, una película, la mesa de un restaurante, un billete de tren, una puesta de sol, un partido de fútbol, las elecciones generales, un par de bicicletas, una serie de televisión. Al menos a uno de los dos no le importan nada las gaviotas, de eso estoy seguro, sino detener la ausencia del otro, su proximidad. Hace mucho que he visto esas gaviotas y las gaviotas que yo veo no son las que ellos ven. Las gaviotas que yo veo son las que ellos miran.
¿Cuánto llevo sin escribir para mí? ¿Cuántas novelas podría haber escrito ya desde hace unos años? ¿Qué habrá sido de ellas? No puedo mirar un paquete de folios sin estrenar, entrar en una librería o escribir en un teclado de ordenador que no sea el mío -o incluso en el mío- sin tristeza. ¿Qué es lo que leen los que me leen cuando me leen? ¿Desde qué puente leen ellos? Las gaviotas que yo veo son las novelas que no he escrito. Les tiro migas de pan desde el puente, por eso necesito releer Montauk.