Hace tres años que murió la mejor persona que conocí y, no me pesa nada admitirlo, conoceré jamás en la vida, mi abuelo Antonio León Moreno. He mentido, no ha muerto, no al menos mientras el amor de todas las personas que lo trataron y lo recuerdan, entre las que yo me encuentro, siga vivo. Es normal, frecuente y hasta obvio que los abuelos y los nietos vivan una relación especial como seres humanos, y si me siento a escribir sobre él es precisamente para llenar de silencio ese tópico, antes de que, querido lector o lectora, comiences a recordarme lo natural que es sentir la muerte de seres queridos y las inexorables leyes de la vida, desabrígate de lugares comunes o te ruego por favor que dejes de leer. No es algo que vayas a entender a la primera, ni a la segunda, ni a la tercera. Es algo que sentirás por alguien algún día o que quizás ya sientas.
Hay personas que te marcan para siempre, con su voz, con su ejemplo, con su incorruptible imagen en la memoria, con su dignidad, con su elegancia, con su manera de contar las cosas y con, sobre todo, su amor incondicional y verdadero.
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Calle Antonio León -Maestro de obras- |
Hace dos días que pusieron su nombre a una calle de la ciudad donde vivió, y sobre todo, trabajó durante la mayor parte de su vida. Si le recuerdan los suyos, los que lo trataron y los que le quisimos, es por su infatigable amor a las cosas bien hechas, lo que según decía él, escondía el verdadero valor de las personas. Lo importante eran las personas, ser buena persona, eso implicaba amar la propia vida y respetar la ajena. Amó su trabajo, la construcción, hasta convertirse en Maestro de Obras del ayuntamiento de su ciudad. Hablaba de todos los oficios que había tenido: agricultor, militar, cocinero en la mili, churrero, albañil y maestro de obras con auténtica pasión, como si en las actividades humanas se escondiera una verdad ulterior. Cuando amaba era igual de elegante, estuvo con la misma mujer toda su vida, la que él quiso, la que a él le gustó desde los diecinueve años -ella tenía doce por entonces- hasta el día de su muerte, y me consta su amor a lo largo de los años. Amó a sus hijos, me consta igualmente, y amó a sus nietos incondicionalmente, no es que me conste su amor es que me enorgullece, me protege y me torna en un ser más digno y más consciente.
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Invitación al acto de homenaje |
Su conversación tenía siempre un valor moralizante, educador y humano. Podías hablar con él durante horas, el tiempo se deshacía a su lado en una luz agradable y limpia. Los últimos veinte años de su vida se los pasó cuidando de sus patios, sus macetas y los gatos que venían a visitarle a su azotea, a la que siempre podías acudir como si fuera el último refugio de verdad del mundo. Sabía por qué hacía cada cosa, se marchaba el primero a dormir sobre las once de la noche y se levantaba sobre las siete y media de la mañana, también el primero y no te saludaba hasta estar bien peinado y aseado, el saludo requería de la elegancia y la higiene, lección por tanto: el saludo es voluntario, la vida es voluntaria más allá del cuerpo. «Al trabajo llega siempre el primero, trabaja, y sé de los últimos que se marche». A su lado pasé todos los veranos de mi infancia, y si hay alguien que ha dejado algo bueno, algo de paz real en mí, es su persona, el recuerdo de su persona, su vivo ejemplo.
Una calle es poco, pero es algo, y una calle con su nombre es mucho más. A veces el pueblo es sabio y el andaluz, mi verdadera tierra, es agradecido con los que lo amaron.
Te quiero Papá -que así te llamé siempre yo-.
***
A continuación dejo un poema que compuso mi hermano Alejandro Palacios con motivo del homenaje celebrado y que se leyó durante el mismo:
Elegía al Maestro León
Él no era de hablar mucho, y seré breve
para decir, amén de en esta calle
el resto de lugares donde debe
quedar aún su gesto y su detalle.
El Maestro León será el relieve
subiendo al santüario, y también se halle
en esas piedras que ubicó su mano;
será los gatos que esta calle crucen,
será la lluvia breve del verano.
Las fachadas del pueblo que «aun» relucen
-maestro, de albañiles el decano-
y árboles de La Feria: que se abrucen,
al recordarle solo, paseando.
Será el recuerdo de la antigua Peña
donde quisiera verle conversando,
el hombre que se esfuerza y que no ceña,
al que nunca jamás le vi gritando.
Abuelo que divierte y que te enseña.
Aquel seiscientos con un solo asiento,
que recorría Andújar, de obra en obra,
llevando atrás los sacos de cemento,
maestro, sabio en tantas manïobras
-con botellas, molinos para el viento-
de darle utilidad a lo que sobra.
Con más utilidad aún que el coche
las casas que hizo donde el «tio» Raimundo,
que tenían que hacerlas por la noche,
huyendo del legislador inmundo,
experto en demolerlas a desmoche:
aquellas casas de su amor profundo.
Noble, como la piel de los olivos,
Padre, que con su corazón razona,
Maestro, como todo apelativo,
mostrando en esta calle que hoy corona
en la vida el mayor de sus motivos:
«que lo importante hijo, es ser persona».
Yo lo quiero a través de ti.
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Mi abuelo fué pintor,y murió antes de verme alcanzar lo que soy ahora(que no es gran cosa)…nunca llegó a verme triunfar,por así decirlo,por eso todo lo que hoy hago es por el.
Quizá te entiendo un poco en este texto,y como dices,las personas nunca mueren mientras se recuerde todo el amor que nos dieron en vida.
Siempre consigues conmoverme,no conozco a nadie que tenga esa habilidad.
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Muy bonito, tío, tanto tu texto como el de Álex.
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Gracias a los tres por leer y comentar, y por tener siempre una palabra de aliento.
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