A vueltas con el tema de la escritura y de la vida. Siento una extraña tristeza innombrable cuando veo lo que se acaba por hacer en, con y por la memoria de los escritores y su supuesta gloria reservada, el aura de estúpida sonrisa de madre excitada o concejalas recién salidas de la peluquería, casetas donde podrían venderse calcetines y sumidero impostado de gratitudes y felaciones que rodea al mundillo, lo digo sin resentimiento, entiéndaseme, me cansa que sea lo que haya. «Es lo que hay Fernando -me decía mi mejor amigo- es lo que hay».
Nombres de calles -facturas, paradas de autobús, cartel municipal- estatuas y en el mejor de los casos y si siguen vivos, cargos políticos, premios geriátricos… Etiquetas ideológicas, banderas alrededores de versos, sellos o billetes de banco.
Un escritor no es los sitios donde estuvo, ni las casas que habitó, ni donde nació, ni siquiera las personas a las que hizo el amor o los premios que le dieron. Un escritor es lo que deja escrito. Su gloria está hecha de silencio, la distancia que va de la mirada a la palabra escrita, del papel al cuerpo, no hay más, no hay mayor gloria que la dislocada compañía en el otro, del que escribe en el que lee y viceversa. Una suerte rediviva que hace posible otra vida en la vida, evocada, nombrada, más real que la vida porque prevalece más allá de la muerte. Su muerte es acaso el olvido, muerte sobre muerte.
Se nos da una lengua o se nos inocula culturalmente, se nos arroja a una vida, más o menos desafortunada, pero si tienes que dejarlo escrito (el qué ya lo encontrarás, el cómo a lo mejor nunca o siempre demasiado tarde para ti mismo) lo vas a hacer más tarde o más temprano. Y cuánto más cerca lo hagas de ti mismo y más sinceramente pues mejor te equivocarás, que es de lo que se trata.
No es lo que hay, es lo que se creen que hay. Los que saben lo que hay están a otra cosa. Al cómo más que al qué, y a lo suyo, libérrimamente.