Han quemado el puesto de flores del que ha sido mi barrio en Alcalá durante gran parte de mi vida, en la vía Complutense, lo he leído en la edición digital del periódico a miles de kilómetros de allí. Acotado por unas solitarias vallas de obra municipales se veía el amasijo de hierros y tristeza en la foto, como si el olvido y la destrucción fueran capaces de rodearse de algún modo, abandonado. He imaginado cómo las flores ardían de madrugada en sus cubos azules de agua, indefensas y asfixiadas bajo el aliento infernal de las llamas y con ellas una parte de mi memoria.
Las flores, el amor y la muerte.
Yo iba allí de pequeño a comprar flores con mi padre para mi madre, para una sorpresa, para una reconciliación. Los días de la madre me atrevía a comprar la rosa yo solo, con el dinero contado. El hombre que atendía el puesto me miraba con una extraña ternura, me las envolvía sin pedírselo y hacía tirabuzones en los lazos de adorno con las tijeras, los hacía magistralmente bien, con maña, haciendo un agradable sonido, al final ponía alguna flor de más sin cobrármela, y yo aunque sabía que iba a hacerlo, le daba las gracias sorprendido. Flores, amor y muerte. El día que murió mi abuela también bajé allí a comprar las flores, era un día gris, fui con mi hermano, en aquel día siempre estuvo a punto de llover. Dijimos que queríamos flores para mi abuela, debió de leer la expresión de nuestra cara, preparó un ramo sencillo con una orquídea en medio, seguramente de las primeras de aquella primavera, recuerdo aquel ramo sentado en la parte de atrás del coche de camino al cementerio.
Flores adolescentes, flores de amor, flores de perdón, flores para decir lo que las palabras no pueden llegar a expresar.
El hombre que atendía el puesto de flores siempre estaba leyendo novelas, parecía no envejecer nunca a lo largo de los años con su perilla gris, su chaqueta de cuero negro y su impasible peinado. Allí lo veía yo cada día al venir del colegio. En multitud de ocasiones yo cambiaba mi camino de vuelta para pasar por delante de aquel puesto fragante, lleno de colores, lleno de vida, lleno de luz. Oasis en el desierto de asfalto de la ciudad.
He imaginado a un amante con la intención de comprar flores esta mañana, he imaginado a un pariente o a un amigo buscando consuelo y memoria, amor y muerte, encontrándose ante el puesto quemado, ardido, arrebatado, como si fuera parte una guerra invisible, marchándose y mirándolo a lo lejos buscando otra floristería.
Han quemado el puesto de flores de mi barrio, qué visión tan triste, qué indefensión. Quizá las palabras sirvan para decirnos cómo fueron las cosas un día, hechas de zarza, flores de espinas, las palabras incandescentes esculpiendo recuerdos ante la injusticia.
El puesto de flores
(c) de la Foto: Diario de Alcalá. http://www.diariodealcala.es/articulo/general/9357/noche-de-incendios-intencionados
Quédate con ese recuerdo, ese no se quemará, pero arderá dentro de ti sin extinguirse…
(aun así, lo lamento)
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muy bonito, me he emocionado y todo 😉
Radomir
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Qué lástima! A mí también me encantan los puestos de flores…evocan momentos tristes y felices de mi vida que prefiero tener siempre presentes, así que comprendo lo que quieres decir.
Un saludo y, como dice Berna, mantén el recuerdo, porque eso será lo que importe.
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Que pena,además van quedando cada vez menos en las cuidades
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Hay mucho hijoputa suelto…la verdad que alucino con las cosas que tú recuerdas por las que yo pasé sin reparar en ellas…alma de novelista hijo mío!!
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