Hoy el cielo está gris, lleva así ya un par de días, de vez en cuando un rayo de sol se cruza por entre las nubes iluminando lo que encuentra a su paso, dando luz a aquellos colores que desean tenerla y calor aquellos que desean atraparla, que hasta los colores de cada cosa guardan su pequeña voluntad.
No sé a qué lugar se dirigen las nubes, pasan, son una lenta procesión interminable que huye, como si tuviesen un destino final al que dirigirse, en el fondo me da pena su infinito éxodo, su palidez inocente y elevada por encima de todo. No me sorprende que los hombres cuando mueran deseen ir al cielo, a pasearse por entre las nubes, a encontrarse allí con las personas que amaron en vida.
Sonará iluso o inocente, pero me disgusta que las nubes molesten a casi todo el mundo, y que la gente piense que hace mal tiempo por estar cubierto el cielo de nubes, será que estoy muy acostumbrado a vivir sin ellas, y siempre deseamos lo que no hemos tenido.
Me gustan los días grises, y me gusta también cuando llueve y cuando nieva, cuando algo cae del cielo y el ruido hace compañía. Aunque siento que debo revelar el verdadero motivo por el que me gustan más de un tiempo a esta parte:
Uno de los días más felices de mi vida fue al salir del teatro con ella, teníamos que volver a casa en bicicleta y llovía, y no nos importó que lloviera, porque sabíamos que no iba a dejar de llover. Recuerdo su sonrisa y su pelo mojado, los gritos de ambos bajo el aguacero y la luz de las farolas iluminando las gotas caer sobre su espalda y haber besado su cara mojada al llegar a casa, sabía a lluvia y a carne, a nube…
Sin aquella lluvia, sin aquellas nubes, hubiera sido un día cualquiera, y yo no estaría sentado ahora viendo pasar las nubes, pensando en ella.
Sólo por aquel día me gusta que existan las nubes, y les estoy profundamente agradecidas en su vagar celestial.