Bono
Vuelves al mundo propio que es un libro por escribir, atraviesas el umbral de su título, y te reencuentras en sus calles, hablas con el narrador, repasas sus palabras como la frialdad de un extraño. Eres duro con él, cada vez más, vas siendo perro viejo tres mil páginas después, tratas de alejarlo del protagonista, pero él lo quiere, tú qué sabes si no vives allí dentro -te reprocha- y por ese amor, que es el amor más extraño que existe porque nace más allá de todo, te conmiseras de alguna gracieta, de no hacer que muera algún secundario que le caía bien, cosas que sólo sabes tú.
No, mejor que no, cuánto más cruel seas, más real, más verosímil. Pones a prueba a los personajes, como el destino a las personas, haces sufrir al narrador, él te la juega a ti. Los salva a su manera, Dios aprieta pero no ahoga. Y cuando ahoga, es siempre por una buena causa que no sabemos ver, o eso quieres pensar.
Lo peor es que lo lees y te lo imaginas de otra forma que cuando lo escribiste, siempre habrás leído más y mejor de lo que hayas escrito, si eres honesto al menos es así siempre, a nadie le gustan sus novelas cuando las lee, es como besar una foto en lugar de a una persona.
La vida misma, te gusta que piensen eso sobre lo que escribes, como la vida misma. Pero como en la vida misma tiene que haber algo más, lo mismo que para ti es una necesidad sacarte ese libro de la cabeza y de las manos, una necesidad absolutamente individual por la que podrías morir si te prohíben escribir, parafraseas a Rilke en lo de la prohibición, no escribas sin citar, al menos no fuera de una novela.
O como tú quieras, pero haz que se lo lean del tirón y allá el aya si halla una haya, la haya o no la haya.
Yo te (re)leo del tirón.
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