Tras unas semanas, meses en realidad, de necesario barbecho, he releído lo que llevo puesto en pie sobre mi proyecto becqueriano en voz de Augusto Ferrán. No me convence, supongo que ese es el principal motivo para que lo siga llevando adelante. La dificultad es más idiomática que estructural, pues tengo material documental de sobra, y uno sabe que eso siempre es lo de menos. ¿Cómo -todas las palabras malsonantes que se te ocurran- hacer escribir a alguien que murió hace más de cien años y que dejó una obra sucinta? ¿Cómo hacer que resulte verosímil y, lo que es más importante, estéticamente atractivo? Cortázar llevaba razón, te mueres antes de escribir el libro que te gustaría. Os dejo con el fragmento:
«Ebrio de ausencia, Bécquer, ebrio de sombra he de afrontar el resto de mis días y no, no me espanta la muerte, sino la vida que me resta, el lento caminar de los latidos sobre su propio hastío hacia el sepulcro, sobre su pobre prosa repetida. Nadie como tú habitaba la misteriosa y oscura música de las palabras, nadie me profesó una amistad tan sincera y, lo que siempre había sido tarea imposible para mí, tan desinteresada como tú. Éramos la suma de dos soledades que se reconocieron al instante, fraternas y lejanas, inalcanzables y presentes como para la mirada el final del horizonte. Y ahora, cruzado ya el umbral de lo eterno y abandonada la esclavitud de la carne, he conocido en tus versos la inagotable fuente de desconsuelo que significaba el mundo para ti con doloroso asombro, único hombre del que jamás escuché reproche alguno, si bien todo lo contrario, siempre tenías una palabra cercana de ánimo y aliento para los demás, quienes nos rodeábamos de ti para apegarnos a la vida, lo mismo que ateridos viajantes junto al fuego una noche de invierno, sin percatarnos de que como el fuego, tú, te consumías.
Pronto he de reunir mis pocas pertenencias para partir a América, mas no quiero mezclar mis prosaicos asuntos mundanos con la viva emoción que evoca en mí tu recuerdo, bien conoces ya mi manía de emborronar las páginas con el barato oropel de lo cotidiano, fea costumbre de escritor mediocre incapaz del símbolo. Aunque ya no estés entre nosotros sigo hablándote con mi silencio, tal es la poesía que provoca la muerte en los hombres, diálogo de ausencias, monólogo de tinta sobre el puro blanco. Yo, Augusto Ferrán, no soy más que un triste poeta de tercera fila, intrascendente periodista y más que torpe traductor; un loco que disimula su propia cordura ante los ojos del resto del mundo, borracho empedernido y melancólico, padre de numerosas ruinas que ha de ser recordado por el candor y el entusiasmo de tus palabras en un libro cuyo mayor logro ha de ser el de amparar la memoria de tu lectura, y si acaso, por haber traído en mis jóvenes maletas unos pocos libros y partituras de Alemania; y en mi cabeza unas ideas trasnochadas que sólo la fantasía de tu sensible genio pudo germinar para eterno estremecimiento de las almas en la certera y honda sinceridad de tus palabras.
Los mismos que antes de tu muerte te denostaron, son los que ahora firman emocionadas esquelas de homenaje y glorifican tus versos. Extraño país el nuestro en el que la muerte asola todas las envidias desnudándolas, y lo que ayer era rencor e insidia se torna de un instante al otro en impostadas ternuras impresas. No hubo el día de tu entierro emocionadas elegías de poetas ante la multitud congregada, cuya efímera gloria no excederá la moda pasajera de los almanaques o la costumbre editorial de los catálogos que ha de cubrir el aburrido polvo que dejen los días sobre las estanterías de quienes compran los libros por adorno. Sí hubo, en cambio, unos pocos amigos a los que dejaste huérfanos llorando junto a las nubes un 23 de diciembre. Escogiste el día con la noche más larga y más oscura para despedirte de nosotros. La lluvia, la madre de tus hijos Casta Esteban, Casado de Alisal, Rodríguez Correa, Nombela y yo. Y te quedaste solo, ¡Dios mío qué solo!, en el nicho 470 del Patio del Cristo en la Sacramental de San Lorenzo. Hasta el cielo quiso vestir de luto las calles que te vieron nacer, eclipsándose poco después del momento de tu muerte. Sevilla abrazada a la oscuridad tras haberte perdido del todo, del todo ya por segunda vez, pues la primera te marchaste para no regresar, cuando el imberbe adolescente cargado de sueños y huérfano de padres que fuiste, rehuyó la cómoda protección de su madrina Manuela Monnehay, Monchay que me dijiste que le decían; las suaves caricias bajo el ardiente sol de tu primer amor, Julia Cabrera, a la que te referías y de la que hablabas con dulzura y gratitud tus últimas noches. Desataste por siempre del cuerpo en aquel gesto atrevido y suicida tu infancia, como si en él cupiera una absoluta música, moría Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, nacía Bécquer, otoño de 1854. ¿Regresarán algún día los hijos a los brazos de su madre, de Madrid a Sevilla? ¿Reclamarán justicia sus hermanos, tras tanto padecer, tras tanto sufrimiento? Está por ver si el destino se apiada de los sueños de un pintor y de un poeta.
Recuerdo con nitidez y no poca angustia la última conversación que mantuvimos en tu lecho de muerte, agonizante y lúcido, en mi casa de la calle Claudio Coello, tú último hogar:
-¿Cómo te encuentras, Gustavo? ¿Cómo has pasado la última noche?
-Débil, próximo a partir. Última…
-¿Última?- repetí murmurando. Exhausta en tus labios, la palabra parecía ser el comienzo de un pensamiento que el cansancio no pudo formular hasta pasados unos instantes que se me antojaron siglos, como esos atardeceres que parecen no terminarse nunca.
-Mi cuerpo ya no alberga la esperanza.
-¿Quieres que haga algo por ti?
-Cuidad de mis niños. De tu lado y con tu ayuda ya ardió mi deshonra.
-Así será. Descansa, amigo mío, el reposo te hará bien.
-El alma también muere, Ferrán. Todo mortal.
A cada uno otorga Dios una misión y un destino ulterior a lo largo de las contadas alegrías y numerosos pesares de sus días, el mío está próximo a cumplirse: Ser tu amigo, dejar en brazos de la imprenta tu obra, recordarte…»
Esto tienes que llevarlo adelante como sea, aunque sea para leerlo yo. Es prosa con mayúsculas, no le sobra nada. Adelante!!
Alex
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Gracias hijo mío. Haré lo que se pueda, ese «aunque sea para leerlo yo» me ha llegado al alma. Un abrazo. 🙂
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