Sólo la muerte o el olvido pueden dejarnos huérfanos y entonces las palabras dejan de significar, para convertirse en un estorbo inútil porque se refieren a la vida. Y el cielo sigue ahí y las personas hablan, y habrá periódicos en los kioskos y pan en las panaderías, mientras tú no podías hacer otra cosa que estar a miles de kilómetros mientras las voces se asomaban a los teléfonos como un charco. El amor no soporta la distancia y la muerte es una distancia suficiente como para necesitar contemplar el cuerpo que fue depósito de tanto amor, más puro que el mar o que la luz de una estrella porque nace de la carne, hijo de su sangre. Rompiste la distancia por lo tanto, hundiste uno a uno los miles de kilómetros. Viste amanecer los campos desde el tren, el constante huir del paisaje tras los cristales, el mundo es una historia triste y repetida. Reconociste tu alma en el centro de ti mismo, en la absoluta soledad del que recibe el comprobado billete del revisor y da las gracias en un idioma que no es el suyo y que, sin embargo, se torna involuntario con el tiempo. Y otra vez el mismo aeropuerto que nunca es el mismo, porque tampoco tú eres el mismo, con su gente de bajo coste, con sus baños apestando a orín y aquello era la tristeza, pensaste, aquel hedor de la vida por el que nadie hace nada. Y había españoles en una sala acristalada predispuestos a quejarse porque no saben hacer otra cosa que sentirse más inteligentes que el resto, y no quieren que los engañen y tu pena abrazaba la puerta de embarque, y tu dolor despegó aquel avión. Luego ofrecieron de comer por precios abusivos y tú recordabas una tarde inmensa de sol como el que había tras las nubes, pero las nubes tampoco significaban nada, y todos los poemas del mundo dejaron de significar de pronto, porque el mundo mismo no era más que una enorme piedra redonda. Cruzabas el cielo, el paisaje se tornó vertical, las lágrimas caían involuntarias en el diminuto baño en el que te encerraste para poder llorar a solas, el inodoro de metal las absorbió junto al papel higiénico. Disimulaste sueño, abriste un libro de poemas y te abrazaste sobre aquella voz amiga desesperadamente. Leíste un libro de trescientas páginas dos veces, y aterrizaste en la ciudad en la que jamás debiste nacer pero naciste, Bukowski en Andernach, tú en Madrid, pensaste.
Y el coche alquilado olía a nuevo y estuviste a punto de matarte dos veces en un accidente de tráfico del cansancio y la desolación que arrastraba tu cuerpo, pero la muerte no te quiere todavía, ni siquiera te inmutaste por ello. Y volviste a tu ciudad y llovía a cántaros y era jueves y la gente era igual y encontraste aparcamiento y las calles eran las mismas de siempre y en un chino te vendieron un refresco y un sandwich mixto unos niños. Hiciste tiempo, compraste un desodorante y te ofrecieron la tarjeta de cliente habitual y dijiste que no como siempre, y la nada se abría paso entre las manos de la cajera y el cambio del billete de cinco euros que guardaste en el bolsillo del pantalón. Y abrazaste a tu hermano, y te reconociste en aquella compañía después de doce horas, y te duchaste en una bañera que justo hacía un año había contemplado tu cuerpo desnudo por las mañanas, y el agua caliente resbaló por tu espalda y el llanto volvió a resbalar por tus mejillas confundiéndose en el desagüe, y él te dejó una corbata. Y cenaste con él y compraste Redbulls para el viaje y chicles y cogiste una camisa negra de tu casa, de la que había sido tu casa en aquella que había sido tu ciudad, y dejaste de saber quien eras cuando viste la bombona de oxígeno en el salón de casa y las pastillas en la mesa del salón que ya no iba ingerir nadie y un verso de Richard Ashcroft acudió a tus labios involuntario: «this time I´m coming down».
Y fuiste feliz, como sólo se puede ser feliz en medio del momento más oscuro, escuchando con tu hermano a todo volumen canciones del Último de la fila por la Autovía del Sur, tal es el nombre propio de esa carretera, y vosotros erais aquellas canciones de algún modo y olvidaste la mezquindad de las personas que hacían cola en la puerta de embarque, y eras español del todo por primera vez, y las palabras significaron durante algún instante el resto de los instantes.
Y llegasteis a Andújar tras tres horas de viaje, tras veinte horas de viaje, tras veintisiete años de viaje, tras ochenta y dos años de vida, tras millones de horas de amor y te reconociste en el reflejo del cristal del tanatorio. Y entonces lo supiste, se nace para amar y ser amado. Y otro verso recorrió tu cuerpo y tu memoria como un destello: «y lo que hace el amor no muere nunca».
Y es cierto, gracias Mamá, gracias por todo lo que nos quisiste y por enseñarme que el verdadero amor es, y es para siempre, incondicional.
Más allá de las palabras, más allá de la vida, más allá de todo, el amor nunca deja de ser. Las sabias y tiernas enseñanzas que tu abuela supo transmitirte, hacen de de ti, de algún modo, quien ahora eres. Y yo te quiero.
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De lo mejor que has escrito en tu vida, y sabes que soy tacaño con los elogios que aquí te pongo.
Mare mía.
Alex
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Por cierto, no sé si lo has elegido por eso, pero Mozart murió en el octavo compás del lacrymosa. Ahí terminó el Réquiem de Mozart y el propio Mozart.
Alex también, el pesao de la música
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Gracias hijo por querer tanto a mi madre y por ser mi hijo
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Acabo de leer esto y estoy impresionado. Es increíble.
Bratzo
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no he podido leer tu escrito hasta hoy y mi corazon se ha disparado como queriendo escapar.su recuerdo permanecera hasta el fin de mi vida. ella siempre nos lleva sobre su alma. gracias fernando. te quiero un monton
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De nada, me gustaría saber quién eres, para poderte dar las gracias por lo que escribes.
Un abrazo igualmente.
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