De cómo un poema puede salvarte la vida

«Cruzo un desierto y su secreta
desolación sin nombre.
El corazón
tiene la sequedad de la piedra
y los estallidos nocturnos
de su materia o de su nada.

Hay una luz remota, sin embargo,
y sé que no estoy solo;
aunque después de tanto y tanto no haya
ni un solo pensamiento
capaz contra la muerte,
no estoy solo.

Toco esta mano al fin que comparte mi vida
y en ella me confirmo
y tiento cuanto amo,
lo levanto hacia el cielo
y aunque sea ceniza lo proclamo: ceniza.

Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora,
cuanto se me ha tendido a modo de esperanza.»

José Ángel Valente

Hay veces a lo largo del tiempo que se puede estar tan lejos, tan vacío de todo y tan solo que sólo nos queden los poemas, dos o tres canciones y la voz en el pecho de todas las personas que hemos querido, convertida en la nuestra propia, la que habla con nosotros y se funde con nuestro espíritu, en caso de que tengamos un espíritu, un alma, o ese lugar inconcreto en el que se unen los pensamientos los unos con otros.
Entonces vienen a la memoria palabras esenciales.
La primera y última vez que leí ese poema que he citado tenía quince años, no lo comprendí aunque valoré su enorme belleza, y hoy ha venido a mi cabeza su principio: Cruzo un desierto y su secreta desolación sin nombre.
Desconozco la materia con la que están hechas las palabras, pero sé, hoy tengo la absoluta certeza de que encierran algo más valioso que la propia vida, por eso son capaces de salvarla y de afectar sobre la voluntad de las personas, sus ánimos, sus sueños.
Qué importa que Valente esté ya muerto, o lo que hiciera con su vida, si fue capaz de dejar escrito algo así. Si lo hizo involuntariamente, haciendo posible la comprensión de la incertidumbre, si en esas palabras iba ya mi propia vida.
No me siento identificado con esos versos, soy esos versos en carne y hueso más que cualquier otra cosa en el mundo en este momento, soy la materia viva de esa memoria que otro hombre quiso dar a los demás, por considerar, seguramente, que no quedaba otro remedio.
Porque al final, sólo nos tenemos a nosotros mismos, y debemos estar agradecidos. Proclamar nuestra ceniza, porque fue tendida a modo de esperanza.
Al fin al cabo, como decía Shelley, los poetas son los ignorados legisladores del mundo. Esté donde esté Valente, que poco importa, me abrazo a él como los niños se abrazan a sus padres y me aferro a estas palabras, como la gente a sus cuentas corrientes para sobrevivir, o como los que se aman se abrazan, al menos, una vez sinceramente.

No, no estoy solo.