A través de mi hermano Álex, me han hecho el encargo de un relato para un blog de ciclismo ecuatoriano llamado: http://www.vueltalasultana.blogspot.com.es/. Y este es el resultado de dicho encargo, que a su vez es un regalo para mi mejor amigo. Sin él no hubiera podido escribir una sola palabra respecto, puesto que yo y las bicicletas no nos llevamos especialmente bien.
A Abraham G. G. y su abuelo,
Antonio G. Zapata.
Colgada en la pared
En Cartagena, en casa de mis abuelos, hay una bicicleta de competición colgada en la pared, una Massi modelo Prestige. Recuerdo el día en que fuimos a comprarla a Ciclos Currá, una tienda cerca del faro, al otro lado de la ciudad, que hacía esquina, y que por fuera y de refilón parecía más una joyería que un lugar donde vendiesen bicicletas. 50.000 pesetas de aquellas, 50.000 pesetas de absoluta felicidad. Cambios de manillar, una línea fina y roja que adornaba las cubiertas y el cuadro. La recuerdo encima del capó del coche, como un Pegaso, como una hermosa ave de metal atada a la baca del Opel Corsa de mis abuelos. Por el camino, una de las correas de delante se desató debido a la fuerza del viento y la bicicleta parecía ir haciendo un caballito atravesando la autopista. Yo rezaba nervioso para que no le pasara nada, mirándola a través de la luna delantera del coche.
Cuando me fui a Berlín tenía dieciocho años. Recuerdo la fecha con exactitud porque para mí fue el último verano. El último verano que corrí con la Peña de los Amigos de los Alcázares, el último verano en que yo era el chico de las pulseras. No he podido sacar de mi memoria las sentidas lágrimas del Abuelo el día que nos despedimos. Él, el corredor más longevo del equipo, se encariñó conmigo desde el primer momento, la diferencia de edad nos hacía semejantes. El último verano, el último en que no fui de visita como ahora. Alguien pagó el uniforme del equipo. Como yo pesaba poco se me daba bien la montaña, me creía Pantani con el maillot de puntos rojos subiendo los puertos, era mi momento, atacaba en las escaladas y ponía distancia entre ellos y yo. Oía sus voces de ánimo y admiración apagándose tras mi espalda, el místico silencio del que va a la cabeza, veía en mi sombra el balanceo del escalador sobre la rampa, el perfil de mi cuerpo de pie sobre los pedales. Luego me volvían a coger en las bajadas, también debido a mi poca envergadura, pero ya no me importaba, había vuelto a ser yo, en los descansos se hablaría de mí, cañas de cerveza en mano.
Sé que mi abuelo cuida todavía de mi bicicleta, le hincha las ruedas de vez en cuando, comprueba los frenos y el recorrido de la cadena, y vuelve a colgarla en la pared. Las c
ámaras tienen que estar, sospecho con extraña melancolía a miles de kilómetros de allí, mientras caen blandamente las primeras nevadas de diciembre, picadísimas por dentro por la inactividad y el paso del tiempo. Sé que algún día, puede que nunca, volveré a Cartagena a descolgar mi juventud de aquella pared, a escaparme de nuevo, subiendo un puerto de segunda hasta escuchar el silencio sobre el inmenso azul del cielo y del verano, y las voces se apaguen tras mi espalda.
Muy bueno, muchas gracias.
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Es genial, tanto la inspiración como el relato.
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