A mi hermano
Alejandro.
Tristeza de sonido de plástico vacío de una pastilla,
calles que no importan,
máquinas de refrescos y chocolatinas,
edificios de pobres, edificios de ricos,
una línea de metro que también funcionaría sin que fueras tú dentro,
incomunicación,
otro día más hacia dónde,
publicidad con alguien que pretende sonreír y viajes a ninguna parte,
gente que se identifica con su trabajo,
gente que cree que sabe quién es,
gente que lee por ocupar el tiempo de camino,
gente que aprieta pantallas o teclas, con cascos en los oídos,
que habla por teléfono delante de otra gente,
demasiada gente igual.
Tu cuerpo reflejado en los cristales de los escaparates,
en las ventanas de los coches,
en las marquesinas de autobús,
en las gafas del portero que saluda por inercia,
recibir un saludo sin ganas es triste,
la parte metálica de los buzones guarda tu nombre,
tu nombre en cartas de banco, en facturas de luz,
el espejo del ascensor.
En algún lugar de la ciudad alguien come de lata o llora por una mujer,
en algún lugar de la ciudad alguien echa de menos a alguien y no se lo dice porque no sabe cómo.
Y en algún lugar de la ciudad nada importa,
como una colilla flotando en un charco o la luz de una farola que tiembla durante horas,
como un periódico gratuito en la papelera con los sudokus hechos,
como que se abra un nuevo bar o alguien venda un paquete chicles,
como el hombre que pintó las paredes de tu casa.
No olvides, no olvides jamás,
que dentro de cada segundo de tu conciencia
eres imprescindible,
o al menos si nadie te lo ha dicho nunca,
no puedes estar solo,
grítalo si quieres:
¡Nunca!
Tú
eres imprescindible para mí.
Ya estabas allí cuando yo nací.
Conmigo
ayer,
conmigo
ahora,
conmigo
siempre.
Siempre.
Mola ser imprescindible. Gracias tron
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