A veces pienso que todos estamos solos, solos dentro de nosotros mismos, enredados en nuestra propia maraña de pensamientos, de recuerdos, de sensaciones, de ideas y de conversaciones con nosotros mismos.
La soledad no es algo indestructible, pero he aprendido o me he dado cuenta de que sólo ciertas personas tienen la capacidad de abrir ese lugar, el lugar en el que habita la idea que tenemos de nosotros a veces tan lejana y tan ajena de nuestra propia imagen, de lo que realmente somos para nosotros. Personas que tienen en su voz y en su mirada la llave, la clave, la contraseña o lo que sea que es capaz de abrir nuestra conciencia, como la luz atravesando el cristal de la ventana, o como la noche extendiéndose sobre nosotros mismos, tranquila, acogedora. Es algo indescriptible y natural en sí mismo. La gente lo llama química, es como un acorde que nos gusta, o una melodía, es como cuando nuestro escritor favorito escribe su mejor página y nosotros nos leemos en ella, o el grupo que más nos gusta vuelve a encontrar la inspiración y compone esa canción que nos eleva al escucharla, es algo que ocurre, de fuera hacia adentro y nos completa.
¿Quién soy yo para mí? ¿Quién soy yo al fin y al cabo para los demás? ¿He estado alguna vez conmigo? ¿Han estado ellos conmigo? ¿Me conozco? ¿Me conoce alguien?
A veces pienso también, que la capacidad de hacernos preguntas y de conversar con nuestra propia conciencia es el origen y la solución de todos los problemas que nos pueden acontecer en la vida. El grado de sinceridad que se alcance con uno mismo, siempre será mayor que el que se alcance con los demás, sin embargo, hay momentos, momentos en los que una mirada, una palabra de comprensión, una sonrisa, un abrazo, una noche a solas, nos impulsa de una forma invisible a encontrarnos en un lugar que no puede ser otro que el nuestro, no sé cómo llamarlo, es un momento imprescindible, en el que nuestra persona no podría ser cualquier otra, en el que no valdría otra persona en nuestro lugar, sino que nosotros sólo podemos ser nosotros y nadie más. No es tarea fácil, es como tratar de escuchar el silencio.
Cuanto más cerca estemos de lo que somos, cuanto más cerca situemos nuestra vida y nuestro tiempo en aquello a lo que debemos amor, respeto y admiración involuntarios, menos distancia habrá entre lo que deseamos y lo que ocurra, en definitiva, entre la realidad y el deseo.
No se trata de caer en las blandas redes de los placeres, ni de exigirnos más allá de lo que podemos hacer, si no de albergar en y con nosotros aquello que es consustancial a nosotros, y de no alejarnos, ni dejar que nada ni nadie nos aleje… ¿De qué? ¿De qué nos pueden alejar? ¿A qué precio tenemos que dejar de ser nosotros mismos?
Tampoco se trata de ponerse metas, se trata de comprender que estamos de paso, encarnados para sentir, para acunar sueños, ilusiones que siempre se cumplen aunque no sucedan, por el mero hecho de haberlas albergado ya fueron nuestras, ya nos pertenecen por imaginarlas.
Como aquellos versos de Baudelaire a Ágata:
«¿No huye el corazón, Ágata, muchas veces de ti,
Lejos del negro océano de la ciudad inmunda,
Hacia otra donde estalla, súbito, el esplendor,
Azul, profundo, claro cual la virginidad
¿No huye el corazón, Ágata, muchas veces de ti?»
La realidad sucede porque nos la creemos, y no al revés.