La invisibilidad, la indiferencia

En la ciudad alemana en la que vivo ya han abierto el mercado de Navidad y han encendido las luces que adornan las calles. Lo que suele ser un paisaje desértico a las seis de la tarde durante el otoño, se convierte en un hervidero de personas abrigadas y ufanas que pasean bolsas llenas de regalos y a niños en carricoches. Pasar por el centro al regresar del trabajo se convierte en un festín de sinestesias de olor a infancia con sabor a chocolate y a dulce, de abrigo y de amistad al calor de una taza de vino ardiente (Glühwein), de amasijo de conversaciones que conforman un constante ruido de fondo parecido al del mar pero distinto, porque la voz del mar es única y la de la gente es una amalgama imprecisa, como la que hay en los restaurantes de menú a buen precio pero al aire libre.

De camino a casa, ya lejos del calor de la masa paseante, vi debajo del pasadizo del antiguo ayuntamiento a un mendigo que tiritaba bajo una manta y que estaba tratando de dar y de darse calor acariciando al perro que tenía en su regazo. La gente pasaba a su lado sin saludarlo, como si no existiera, como si sus piernas temblorosas por el frío bajo la manta fueran invisibles, como si todo alrededor de él, e incluso él, lo fuese; el poco rato que estuve observando no vi que nadie le diera una limosna o que reparara en su presencia. Recordé, con cierto pudor, que no tenía nada suelto en la cartera, que no tenía nada para darle al pasar. Pensé en la sombra de Peter Schlemihl, la sombra que vendió por un monedero del que podía sacar infinitas monedas. Los saludé, al hombre y a su perro, al pasar y le dije que lo sentía, que no llevaba nada encima en aquel momento. Lo dije sin hablar, lo dije con la mirada y con un ademán. El hombre sonrió de forma cetrina, misteriosa y sincera. Asintió la breve atención que le había prestado en señal de agradecimiento. Avancé unos quince o veinte pasos y me detuve, no sé muy bien por qué, a mirar por si acaso en la cartera. Un euro que no recordaba llevar, apareció entre las monedas de cobre y otros amuletos que no viene al caso citar. Me di la vuelta, volví a disculparme y dejé el euro en el vaso de plástico de una conocida franquicia de comida rápida. El hombre me miró risueño y le dijo algo a su perro que no comprendí; cuando ya estaba otra vez de espaldas, escuché que me decía en un alemán ininteligible y pedregoso:

-No me olvidaré de usted cuando estemos ante Dios.

No sé si es una frase hecha de un idioma que desconozco, pero al escucharla me dio un pequeño vuelco el corazón.

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4 comentarios en “La invisibilidad, la indiferencia

    • Gracias por leer y por tu comentario, «nomecreocasinada». Las ciudades, al menos en Alemania, están cada vez más divididas entre los que ven lo que quieren ver y los que se tornan invisibles. Fueron las palabras de aquel hombre las que me hicieron pensar en su conciencia de visibilidad, no hubiera escrito el texto de no haberme dicho él esas palabras; quizá fuera una frase hecha. Recuerdo a otro anciano mendigo y tembloroso en Ciudad Universitaria al que veíamos por las mañanas en el metro y al que cuando se le daba una limosna, bendecía al que se la daba. Un día que, con un muy buen amigo mío, le dimos algo más de lo habitual porque nos había tocado algo de dinero en la lotería de esa semana y teníamos de sobra para fotocopias, bendijo a toda nuestra familia. No considero que la sensibilidad a la que aludes sea una condena nocturna, si acaso una forma de ver el mundo que no se acaba, lo que llamas conciencia. A mí también me gusta tu blog.

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  1. La Navidad… esa época del año en que todo (o casi todo) es vanidad. Si gestos como el tuyo -que señala con más evidencia el drama de la mendicidad en etas fechas convencionales- se multiplicaran, cantaría otro gallo; la lástima es que. también estos días, hay demasiados gallos en las cazuelas.

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    • Mi gesto, por sí mismo, no significa nada. Todos nos podríamos ver en esa tesitura, lo que no entiendo es la voluntad de ceguera, la voluntad de no ver a una persona que pasa frío, o el hecho de que ni siquiera se les salude o se les rechace como si perdieran su cualidad de seres humanos, de personas. Galdós lo explicó muy bien todo esto en su novela «Misercordia» copiando el modelo de Victor Hugo. Hablo de Galdós como ejemplo de persona, no solo de hombre que escribía, ya que se tomó la molestia de involucrarse en hacer un censo de pobres, es decir, de hacerlos visibles.

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