Cigarros

De noche, cuando todos los coches vecinales están bien aparcados y apenas quedan dos o tres luces insomnes en el bloque de pisos, Blanca fuma su último cigarro del día antes de irse a dormir, en un ritual placentero y suicida que hunde sus pensamientos en una conversación consigo misma, conversación hecha del silencio de las calles desiertas y mojadas por la lluvia, del silencio sonoro de alguna vespino adolescente que se marcha a lo lejos y árboles quietos, del silencio de la luz de farola desdibujada por el humo de sus caladas y su perdida mirada en torno de un recuerdo.

Si el recuerdo es grato se sonríe, si es doloroso frunce el ceño, si es un reproche arrojará el cigarrillo más tarde con rabia pared abajo, como para deshacerse de él tras haberlo apagado con desdén.

Mientras, al otro lado del mundo, el escritor la recuerda y trata de dibujarla con palabras en cada cosa que escribe como si así pudiera estar con ella todavía. Y es la suma de esos silencios tan alejados, tan singularmente lejanos el uno del otro, lo que podría llamarse amor. Pues ni siquiera sabe si ella sigue asomándose cada noche como entonces, pero eso no importa, porque basta que él escriba en un papel las cosas para que no dejen de suceder.

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