Belleza

Ayer caminando por las calles de mi ciudad de madrugada, a las horas en las que todo parece estar dormido excepto el brillo azul de algunos televisores en el interior de las casas, los coches aparcados y tristes, las paradas de autobús abandonadas bajo la luz anaranjada de las farolas, una agradable brisa recorría los distritos vacíos, como si quisiera desvelar un secreto.
Contempla decía, contempla la belleza.
Vi una mujer insomne asomada a una ventana, fumaba, fumaba contra algo, echaba el humo de su boca como si quisiera acariciar las estrellas, viendo a lo lejos aterrizar a los aviones. Vi restos de cáscaras de pipas a los pies de unos escalones, una bolsa vacía y arrugada de patatas que trataba de huir chocando contra una pared, una lata de refresco hecha un amasijo, una pareja pensé, ella llevaría una diadema verde, pantalones cortos y el pelo mojado de haber estado en la piscina, reducido a una humedad hermosa lo mismo que cuando salen de la ducha, él, él era parte de su sombra. Todos los negocios estaban cerrados, con las persianas echadas, algunos con luz en su interior para dejar ver los escaparates, o para disuadir, la luz disuade más que la oscuridad. Allí estaban todas las alarmas sin sonar, expectantes. Me senté en la acera, en el hueco azul de un parking de minusválidos. El dibujo en el suelo parecía un hombre que no cabía en su placenta, pensé que estaba bien que aquel hueco existiera, que alguna esperanza quedaba en la raza humana si aquel hueco todavía estaba libre. El azul estaba sucio. Saqué un chicle, el estuche era parecido al de un paquete de tabaco, como si el cartón pudiera guardar alguna elegancia. El sabor era agradable, despertaba en mí diferentes recuerdos, infancia, barrio, horas jugando al fútbol, unos labios, sus labios, su rostro viniendo hacia mí, hundiéndose en mi alma, como nos hunden el alma los besos, los besos verdaderos, los más involuntarios, los besos que se dan contra la muerte.
Me levanté mientras el sabor perdía su intensidad, sonreí a alguien aunque no había nadie que pudiera verme, miré mi móvil, nunca he llevado reloj, eran las 3:21. No me importaba la hora, quería estar allí, la brisa empujaba levemente las ramas de las hileras de árboles, no estaba viendo un anuncio de televisión en el sofá de casa, eso bastaba. Ojalá no tuviera alergia a los perros, estaría siempre paseando con el mío, imaginé que paseaba a mi perro. Me fui con él al banco donde me gusta ir a pensar, es un lugar absurdo, una vereda elevada sobre una pequeña urbanización de chalets desde los que se ve la autovía, siempre pasan coches o camiones, siempre hay alguien que viaja, siempre hay algo que se transporta. Me gusta ver pasar los coches de noche a toda velocidad, la estela que dejan las luces blancas de delante como una mirada que huye, y las rojas de detrás como una herida en la oscuridad. Desde allí veo todas las noches que voy decenas de estrellas fugaces, tantas que no me quedaban deseos por pedir, ellas eran muchas más que mis deseos. ¿Las vería alguien también? ¿Les quedarían a ellos deseos?
Aunque llevaba un libro de Bukowski y el móvil-linterna conmigo (una baratija que nos vendió un marroquí a un amigo y a mí en su locutorio en la ciudad alemana de Bonn), no me apetecía leer, el día anterior había terminado «Mujeres» y ahora empezaba con su primera novela «Post office», traducida como «El cartero», llevaba veinte páginas leídas en casa y me había convencido para leerlo hasta al final, pero sentía todavía fidelidad hacia a la otra novela, y me costaba, me costaba empezar de nuevo.
Esperaba que sucediera algo, no sabía el qué, sólo esperaba que sucediera, solté la correa a mi perro imaginario y corrió de allá para acá, olisqueando el césped y algunas amapolas que habían crecido en los arcenes de la carretera.
No ocurrió nada, nada que yo esperase, un mosquito me picó en el brazo, me rasqué y sentí como se hinchaba la picadura, era extrañamente molesto y agradable. Pobre de él o de ella, pensé, ahora tendrá que vivir toda la vida con mis recuerdos, acabará suicidándose por depresión, picando ansiolíticos o ahogado en una botella de Vodka. Volví a sonreír ante tales estúpidas ocurrencias.
Silbé, mi perro no tenía nombre, pensé en llamarle de algún modo, también pensé que si le pusiera un nombre acabaría por perderlo, era mejor que no tuviera ninguno, estaba bien así.

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